Al «descanso eterno» se está ingresando , modernamente, por «puertas» diferentes. Las cuentas bancarias de deudos y difuntos deparan categorías de orden social al destino final de los cuerpos. Las defunciones que afecten a las ocupantes de los cuartos de servicio servirían muy probablemente para congestionar los llamados camposantos municipales y rurales caracterizados por caótica colocación de sepulturas, desprotección y rapacidad delincuencial dirigida a los fallecidos, negándoles el reverente nicho que merecen hasta el día del juicio final.
Malhechores que se aprovechan del criterio popular de que los cadáveres «con tierra tienen» y que nunca podrían ejercer capacidad para devolverse con su cortejo a los gritos de «¡maldita sea, no me sepulten ahí. Mejor échenme al mar!».
Al potentado que pierde la vida en un accidente de tránsito le espera un entorno florecido, con presencia cercana de confortables asientos para llorar su partida y un servicio de seguridad que durará añales para que sus despojos sean intocables y las futuras generaciones que de él provengan puedan acercarse reverentes, cada vez que elijan honrar la memoria del tatarabuelo o patriarca de su primerísima familia.
Cuando se está en condiciones de pronosticar tan excelentes condiciones ambientales para el domicilio de las cenizas a las que uno suele volver, como con buen sentido dicen Las Escrituras, los santos olios han de recibirse con alivio aunque, de primera intención, nadie quisiera que llegara ese momento.
El chofer que muriera en el infausto suceso de su patrón, habría de ver (si eso se pudiera en condición post mortem) pasar las ratas por encima de su incómodo panteón que jamás recibiría una mano de pintura, que tendría no solo la compañía de muchos otros occisos de tercera, sino la de los baches y sucias estrecheces de zigzagueantes caminos en medio de una población de cruces que sellan el mal vivir de los pobres . Son imperfecciones a las que los ayuntamientos confieren una permanencia parecida a la eternidad que se les supone a las almas que han dejado en tan pésimos lugares la parte material de su ser que se corrompe.
La privatización de las necrópolis genera opciones de dignidad para los seres queridos, alcanzables, incluso, para familias de mediano presupuesto, gestiones empresariales dispuestas a acomodarse a las necesidades de sus clientes y potenciales usuarios de sus espacios bajo tierra. No llegan, por suerte, a los extremos mercantiles que permiten ofrecer «cinco camarotes por el precio de tres para un confortable viaje en familia en cruceros que dejan ver las auroras boreales desde las costas de Noruega».