THE NEW YORK TIMES
60 años después del Holocausto

THE NEW YORK TIMES <BR>60 años después del Holocausto

POR ROGER COHEN
NUEVA YORK.-
Mientras el 60 aniversario de la liberación de Auschwitz es conmemorado con exhortos solemnes de nunca permitir que la infamia de los campos de la muerte nazis se repita, me encuentro pensando en un polaco con una pierna enferma y uñas sucias que no necesitó esas lecciones de la naturaleza del mal.

Su nombre es Miecyslaw Kasprzyk. Vive en una choza en la cima de una colina en las afueras de la localidad polaca sureña de Wielicka, cerca de Cracovia. Pollos cloqueantes son sus principales compañeros. Ahora de 79 años de edad, Kasprzyk se para muy rígido. Mira de soslayo al mundo a través de lentes gruesos y le gusta el vodka, pero ve con suficiente claridad, como siempre ha hecho.

Su pierna enferma data de 1936, cuando se le fracturó en un accidente. Luego, en 1941, la pierna fue herida de nuevo. Recibió un disparo mientras trataba de pasar de contrabando un mensaje a su padre en la clandestinidad polaca. Sin esa pierna, quizá yo no lo hubiera encontrado.

Me complace haberlo hecho, me complace haber sido testigo de su reunión con una mujer judía, nacida Amalia Gelband, cuya vida él salvó al ocultarla de los nazis durante la Segunda Guerra Mundial. Tras más de 50 años, mucho se olvida, pero la pierna lisiada de Kasprzyk se quedó en la mente de Amalia.

Ella tenía 11 años, una niña a la deriva en la Europa aterrorizada por los nazis en 1942, cuando Kasprzyk, arriesgando su vida, la ocultó en la granja de su familia en las afueras de Wielicka. La madre de ella, Frimeta, ya había muerto, asesinada ese año por los alemanes. Su padre estaba en el extranjero, era imposible contactarlo.

Kasprzyk la llevó dentro, junto con el hermano mayor de Amalia, Zygmunt. Alentado por su madre, Kasprzyk los ocultó en el ático de su casa aislada. Los niños le eran conocidos por un tío que conoció al tío de ellos, Pinkus Sobel, comerciante de caballos. «¿Cómo puede uno no ayudar, si un niño lo pide?», me dijo Kasprzyk.

¿Cómo realmente? ¿Cómo puede puede la simple humanidad desaparecer de tantas personas? Pero así fue. Millones de alemanes, y sus cómplices en países que los nazis dominaron, deben haber sabido que lo que estaban haciendo, o permitiendo que sucediera, era malévolo e inmoral. Se les debía haber ocurrido tratar de impedir el asesinato masivo.

Pero casi todos ellos, después de que ocurriera cualquier debate interno, actuando por temor u oportunismo o enojo o por simple conveniencia, se pusieron del lado de la complicidad, activa o pasiva. Sabían y asintieron, o sabían y vieron hacia otro lado, o se dijeron que realmente no sabían.

No Kasprzyk. Poco después de la invasión alemana de Polonia en 1939, comprendió. Agentes de la policía le ordenaron llevar a un pequeño grupo de judíos a un cementerio judío local en su carreta tirada por caballos. Los judíos fueron desnudados y acribillados, sus joyas fueron distribuidas entre los funcionarios locales.

«Fue la primera vez que ví a una mujer desnuda», dijo Kasprzyk, quien tenía 14 años en ese entonces.

El episodio se le atoró en la gargante. «Alguien que no conoce la diferencia entre el bien y el mal no es digno de nada», dijo. «De hecho, esa persona pertenece a una institución mental».

Cuando el lugar oculto en el átivo pareció demasiado vulnerable, Kasprzyk trasladó a Amalia a un lugar más seguro. A fines de 1942, les ayudó a ella y a su hermano a encontrar trabajo en dos granjas cerca de Pleszow, en las afueras de Cracovia.

Amalia asumió el nombre de Helena Kowalska, iba a la iglesia cada domingo, dormía en el piso de la cocina, pelaba papas, y le decía a todo el que preguntaba que era una católica cuyo padre era prisionero de guerra y cuya madrastra había corrido de casa. La familia Gebala, quien le dio trabajo, nunca supo su verdadera identidad. En 1945, cuando Polonia fue liberada, Amalia, alias Helena, dejó la granja y encontró refugio con su hermano en un orfanato judío en Cracovia.

El fin de la guerra no trajo alivio a la penuria para el modesto polaco que los protegió. La gente, señaló, habló por un tiempo de los judíos desaparecidos, pero pronto el borrón de los nombres turbadores se perdió en el silencio.

Oculto en los bosques alrededor de Wielicka está un monumento a los judíos asesinados de la localidad. Ninguna carretera o sendero conduce ahí. La maleza y las ortigas avanzan. Una inscripción recueda a los «judíos polacos» asesinados. Alguien ha tratado de borrar la palabra polacos.

Olvidados cementerios judíos, bustos sin rostro y pequeños monumentos que se desmoronan están dispersos en Polonia y Hungría. Ví un monumento el año pasado en Goncz, Hungría, que enlistaba a cada uno de los cristianos de la localidad muertos en la Segunda Guerra Mundial por su nombre; en la parte inferior mencionaba que también murieron 168 judíos. Estos judíos húngaros no tenían nombre, como ciudadanos de una clase diferente.

El nombre de Kasprzyk, un polaco recto, debería ser ampliamente conocido. No le fue bien después de la guerra: La misma falta de conformismo que lo llevó a desafiar a los nazis con decencia también lo llevó a desafiar a la autoridad comunista. «Nunca fui miembro del partido, y uno tenía que serlo para salir adelante», dijo. «No pertenezco a nadie, ni siquiera a Cristo. No me gusta que nadie me dé órdenes».

En vez de todos los discursos piadosos que rodearon este 60 aniversario, me pregunto por qué Europa no limpia algunos de esos pequeños monumentos en localidades como Wielicka y Goncz, y no honra a personas como Kasprzyk.

Como dijo recientemente Fritz Stern, el gran historiador de Alemania: «Incluso en el periodo más oscuro, hubo individuos que mostraron una decencia activa, quienes, desafiando la intimidación y la represión, se opusieron al mal y trataron de aliviar el sufrimiento. Deseo que estas personas recibieran un reconocimiento europeo adecuado no para apaciguar nuestra conciencia, sino para convocar la valentía de futuras generaciones».

En este caso particular, confieso que tengo un interérs personal en que se recuerde a Kasprzyk. Lo vi caminando torpemente hacia Amalia cuando se reunieron de nuevo después de casi seis décadas. Vi su abrazo en medio del cloqueo. Escuché sus tiernas palabras: «Malvinka, Malvinka».

La «Malvinka» que él salvó, ahora Amalia Baranek, ciudadana brasileña, es la madre de mi esposa.

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