THE NEW YORK TIMES
Bush, el gran libertador chiíta

THE NEW YORK TIMES <BR>Bush, el gran libertador chiíta

POR LEE SMITH
BEIRUT, Líbano.-
Si uno de los objetivos estratégicos del gobierno de George W. Bush era sacudir el orden establecido en Oriente Medio, la formación del nuevo gobierno de Irak la semana pasada fue todo un éxito.

Sin duda, cualquier tipo de gobierno democrático en Irak es marcadamente innovador. Pero después de casi 1,400 años de historia islámica dominada por sunitas, el que un gobierno predominantemente chiíta presida en un estado árabe es totalmente revolucionario.

Al ocurrir la misma semana que las últimas tropas sirias se retiraron de Líbano, que es 40 por ciento chiíta, los hechos en Irak probablemente tendrán repercusiones que Oriente Medio sentirá durante algún tiempo, en formas que incluso los observadores más sagaces no pueden predecir.

En el mundo árabe, los chiítas han sido en gran medida ciudadanos de segunda clase desde el año 656, cuando Hussein, nieto de Mahoma, fue torturado y decapitado después de una climática batalla con los sunitas. Ese orden social persistió durante las invasiones mongoles, el Imperio Otomano y la ocupación británica, hasta ahora.

Para los árabes sunitas, entonces, el triunfo de los chiítas iraquíes es una calamidad. Las cosas han cambiado en una forma que recuerda al Sur de Estados Unidos durante la Reconstrucción, cuando los ex esclavos fueron liberados y se les concedieron derechos civiles, pero también brevemente ganaron poder político en algunos estados. Por ello uno prevería fácilmente que la consecuencia del triunfo de los chiítas pudiera ser una intensificación de los esfuerzos de los insurgentes sunitas para perturbar y, finalmente, derrotar al gobierno democrático en Irak.

Sin embargo, incluso el gobernante sunita progresista de Jordania, el rey Abdullah II, advirtió el año pasado de un gran peligro, una «creciente chiíta» del poder político que emana de Irán y ahora Irak, propagándose de los estados del Golfo Pérsico a Siria y Líbano, que pudiera alterar el equilibrio del poder en Oriente Medio. Antes de febrero del 2005, 18 de los 21 países árabes eran gobernados por sunitas.

El ascenso de los chiítas es normalmente atribuido a la campaña estadounidense para democratizar el Oriente Medio. Pero muchos expertos cercanorientales y analistas de espionaje, como George Friedman, autor de «America’s Secret War» (Guerra Secreta de Estados Unidos), dicen que es más directamente resultado de la planificación estratégica del gobierno de Bush para su campaña global contra el terrorismo. La idea, dicen, es usar amenazas regionales como los chiítas para ganar influencia sobre algunos de los aliados sunitas de Estados Unidos, especialmente Arabia Saudita, y forzarlos a reprimir a radicales y predicadores islámicos locales.

Según ese análisis, Washington se sintió alentado y no del todo sorprendido cuando los chiítas sauditas, entre 10 y 15 por ciento de la población del reino, se envalentonaron por los acontecimientos en Irak para demandar algunos derechos. Pero entonces vino el asesinato de un cercano aliado saudita, el ex primer ministro libanés Rafik Hariri, lo cual complicó los planes del gobierno estadounidense.

El asesinato inmediatamente amenazó la estabilidad de Siria – que no es algo que la Casa Blanca esté buscando en este momento – porque los sauditas consideraron al régimen alawita sirio de ser responsable del mismo, y los alawitas son una rama de algún modo esotérica del chiísmo. Por ello, la familia real saudita, como escribió Michael Young en The Daily Star, un periódico libanés en inglés, está ahora ansiosa de «un cambio de régimen en Damasco». Eso repararía el crimen y restablecería a la mayoría sunita de Siria en el poder, inclinando de nuevo la balanza regional en favor de los sunitas.

Siria es la mayor y más inmediata fuente de inestabilidad planteada por el renacimiento chiíta, pero difícilmente la única. Problemas potenciales se ciernen en toda la región:

LIBANO. Los chiítas son ahora el bloque étnico más grande en un país tradicionalmente dominado por sunitas árabes y cristianos. Hezbollah, el grupo chiíta al que Washington considera una organización terrorista, es una de las fuerzas más estruendosamente anti-estadounidenses en Oriente Medio, y, más inquietantemente para Líbano, el único partido político armado del país.

Con Siria ahora aparentemente fuera del panorama político, los libaneses han empezado a negociar su futuro político, que incluirá elecciones que pudieran llevar a los chiítas al poder. El panorama está nublado, por supuesto, por la presencia de Hezbollah; la mayoría de los libaneses está comprensiblemente poco dispuesta a sentarse a negociar con una milicia, y sigue siendo poco claro si el grupo se desarmará o qué papel político podría desempeñar.

BAHREIN. Los sunitas han gobernado aquí durante mucho tiempo, aunque se estima que la nación es 75 por ciento chiíta. Hasta la fecha, informan algunos activistas chiítas, el gobierno ha disfrazado el desequilibrio demográfico dando la ciudadanía a sauditas que tienen afiliaciones tribales con la élite sunita de Bahrein.

Es improbable que la Casa Blanca presione muy duramente en Bahrein, un aliado estratégico en el golfo, especialmente desde que los sauditas tienen un poderoso interés en mantener el status quo ahí e influencia más que suficiente para imponerlo.

ARABIA SAUDITA. Los chiítas conforman sólo entre el 10 y el 15 por ciento de la población, pero la mayoría de ellos viven en la Provincia Oriental, donde se ubican los principales campos petroleros del reino. Para la Casa de Saud, que no poco razonablemente ve enemigos en todas partes, una minorí chiíta rebelde cerca del único activo estratégico del reino sería un potencial enemigo en casa.

Quizá aún más inquietante para los sauditas es que su forma oficial de islamismo, el wahhabismo, considera al chiísmo como una herejía, por ello conceder derechos a los chiítas sería una renuncia de facto al wahhabismo. Un profesor de historia de Princeton, Michael Scott Doran, escribió el año pasado en Foreign Affairs que algunos intransigentes sauditas «están ahora argumentando que la minoría chiíta en Arabia Saudita está conspirando con Estados Unidos para destruir el islamismo».

Sin embargo, poco después de la invasión de Irak, el príncipe heredero saudita Abdullah recibió a personajes chiítas que solicitaban libertad religiosa en un documento llamado «Socios de la Patria». La carta de petición, escribió Doran, «pudiera ser «tan importante para Arabia Saudita como el discurso de ‘Tengo un Sueño’ de Martin Luther King Jr. lo fue para Estados Unidos».

En la compleja y fluida política de Oriente Medio, es imposible predecir cómo se desarrollarán estos asuntos. Parece factible que Estados Unidos un día sea considerado por los chiítas no como el Gran Satán sino como el Gran Liberador, y que el nuevo ascenso chiíta abra a la región a la democracia y la reforma económica.

Pero parece igualmente factible que Washington, al agitar antiguos odios dormidos y desencadenar tormentas políticas incontrolables, finalmente sea considerado como uno más en una fila de potencias que sufrió dolorosamente por la visión de que tenía las respuestas a los problemas de la región.

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