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Justicia selectiva: dureza con Togo, suave con Zimbabwe

THE NEW YORK TIMES <BR>Justicia selectiva: dureza con Togo, suave con Zimbabwe

JOHANNES BURGO, Sudáfrica.- Incluso los jefes de Estado que eran sus integrantes llamaban a la antigua Organización para la Unidad Africana un club de dictadores, una razón por la cual fue reemplazada hace tres años por una nueva Unión Africana que tomó como modelo, para su nombre y propósito, a la propia unión de Europa. La antigua OUA estallaba sobre el colonialismo y la liberación, pero a menudo mantenía silencio sobre los derechos humanos y el consentimiento de los gobernados. El nuevo grupo, cediendo a un viento democrático que soplaba desde Mali hasta la Isla Mauricio, sostiene la premisa de que el régimen de derecho está en boga, y el despositmo pasado de moda.

Tomemos las palabras del presidente de Nigeria, Olusegun Obasanjo, un demócrata cabal: «Cualquiera que llegara al poder inconstitucionalmente», dijo en la primera reunión de la unión en 2002, «no puede sentarse con nosotros».

Entonces, ¿cuando Robert G. Mugabe asista a la próxima reunión de la Unión Africana, tendrá que quedarse de pie?

El Africa democrática últimamente ha sofocado un golpe de estado en Togo, enviado pacificadores a Burundi y Darfur y puesto fin a la guerra civil en Costa de Marfil, logros que habrían sido impensables hace sólo una década. Sin embargo se queda curiosamente pasmada cuando trata con el régimen draconiano de Mugabe en Zimbabwe.

El ejemplo más reciente son las elecciones parlamentarias del 31 de marzo en Zimbabwe, en las cuales el gobernante Partido Unión Nacional Africana-Frente Patriótico de Zimbabwe aplastó a sus oponentes democráticos usando tácticas electorales que fueron menos Reglas de Queensbury que las de la lucha libre profesional.

A votantes hambrientos se les dijo que apoyaran al partido de Mugabe o perderían acceso a los alimentos. Líderes aldeanos advirtieron que los simpatizantes de la oposición perderían sus casas. En 30 contiendas examinadas por la oposición, aproximadamente 180,000 votos aparecieron después de que las casillas habían cerrado y se había reportado la concurrencia oficial.

Supervisores electorales no partidistas y naciones occidentales calificaron a la elección de deplorablemente imperfecta. No así la Unión Africana: La elección de Zimbabwe fue libre y justa, dijo. Lejos de declarar «íNo toleraremos esto!», el grupo felicitó al gobierno de Zimbabwe por «hacer esfuerzos para crear un campo de juego parejo».

¿Por qué los líderes africanos que ya no toleran un golpe de estado en Togo evitan denunciar las tácticas del hombre fuerte de Zimbabwe? La cuestión parece casi sin sentido, dado que la implosión política y social de Zimbabwe ha inundado a sus vecinos con refugiados no deseados y hecho a la nación un potencial eje de la inestabilidad regional.

La respuesta, sin embargo, es engañosamente compleja. Empieza con el hecho de que Zimbabwe, alguna vez la joya de la corona del sur de Africa, no es un estado atrasado como Togo. Y que Mugabe, quien, a los 81 años de edad, es el patriarca sobreviviente de la lucha de liberación de Africa, no puede ser criticado o hecho someterse tan fácilmente como algún coronel anónimo detrás de un golpe militar.

Las fuerzas políticas están presionando tras bastidores también. El tipo de demagogia racista de Mugabe funciona bien en partes de la vasta subclase de Africa, y desafiarlo es correr el riesgo de ser calificado de peon de los conolianistas blancos.

Sobre todo, quizá, los líderes africanos temen que la derrota de un gobernante serio como Mugabe pudiera ayudar a propagar la idea de que cualquier liderazgo atrincherado puede ser derrocado por una oposición comprometida. En Africa, donde la mayoría de las democracias son efectivamente unipartidistas, esa idea puede ser peligrosa.

Quizá eso ayude a explicar por qué Sudáfrica apoyó la votación de Zimbabwe aun más calurosamente que la Unión Africana, y por qué su presidente, Thabo Mbeki, ha surgido como el aliado más poderoso de Mugabe.

De manera coincidente, quizá, la oposición a Mugabe, el Movimiento por el Cambio Democrático, disfruta de fuerte apoyo del movimiento laboral de Sudáfrica y de su Partido Comunista. Ambos grupos son parte del gobernante Congreso Nacional Africano de Mbeki, pero se espera ampliamente que se separen de él antes de la elección nacional de 2009.

Como el político más prominente de Africa, Mbeki proporciona a sus colegas líderes cobertura para evitar abordar el problema de Mugabe. Un puñado de democracias, incluida Nigeria, han sido más abiertas al criticar aspectos del régimen de Mugabe. Pero ninguna tiene el peso de Sudáfrica, en sí misma la triunfadora democrática en una lucha de liberación no diferente de la que llevó a la dictadura de Mugabe.

Si esto suena como una receta para el estancamiento, hay una alternativa, expresada en Harare el mes pasado por un activista político que demandó el anonimato porque temía que sus patrones fueran castigados por las opiniones de él.

La Unión African puede sofocar un golpe en Togo, dijo, porque su carta permite explícitamente la intervención en los asuntos de una nación miembro en el caso de un golpe de estado. Pero la carta se mantiene en silencio sobre si el robo incruento del poder político por medio, digamos, de una elección fraudulenta, es un golpe de estado en todo salvo de nombre.

«Lo que pudiera cambiar eso es que los grupos zimbabwenses hicieran el llamado a la UA», dijo. «Se pudiera formular un argumento firme de que manipular elecciones es un tipo de golpe constitucional».

Lo cual es precisamente la razón de que Zimbabwe sea un problema espinoso; y visto de otra manera, una oportunidad. La perspectiva de que los zimbabwenses comunes pudieran presionar en favor del cambio es distintivamente democrático en espíritu. Y ofrecería una clara prueba de si el nuevo compromiso del continente con el régimen democrático es más que solo retórico.

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