THE NEW YORK TIMES
100 años en la puerta, ahora al frente

THE NEW YORK TIMES<BR><STRONG>100 años en la puerta, ahora al frente</STRONG>

Por NINA BERNSTEIN
NUEVA YORK .-
El cabildero de la industria algodonera de Texas trató de tranquilizar al Congreso diciendo que las decenas de miles de mexicanos que trabajaban en los campos del sudoeste no eran una amenaza para la seguridad nacional. “Nunca hubo un animal más dócil en el mundo que el mexicano”, dijo ante el comité del Senado.

Luego ofreció una solución al problema político que los legisladores enfrentaban al extender el programa que había permitido el ingreso de los trabajadores. “Si ustedes, caballeros, tienen alguna objeción a admitir a los mexicanos por ley”, dijo, “retiren a la guardia del río y déjennos solos, y nosotros los controlaremos”.

Lo hicieron, y eso fue en 1920. Casi un siglo después, el debate sobre la inmigración ilegal procedente de México a menudo le hace sonar como un acontecimiento reciente que rompe con la tradición del ingreso legal a Estados Unidos.

Muy al contrario, dicen expertos en inmigración como Aristide R. Zolberg, quien relata la anécdota sobre el algodonero texano en su nuevo libro, “A Nation by Design: Immigration Policy in the Fashioning of America”. El patrón de dejar deliberadamente abierta la puerta trasera para los trabajadores mexicanos, y luego expulsarlos a ellos y sus familias años después, ha sido una característica recurrente de la política de inmigración desde la década de 1890.

“Las cosas no son iguales hoy, pero la dinámica básica no cambia”, dijo Zolberg, profesor de ciencias políticas de New School. “Querer a los inmigrantes porque son una buena fuente de mano de obra barata y capital humano por un lado, y luego plantear la cuestión de la identidad: ¿Pero se volverán estadounidenses? ¿Dónde va a estar el límite de la identidad estadounidense?”

 Casi todos los grupos inmigrantes han estado atrapados en esa encrucijada por un tiempo, solicitados para trabajar pero no bienvenidos como ciudadanos, especialmente cuando la economía se desploma. Pero los mexicanos han sido llamados y regresados en ciclos durante cuatro generaciones, perdiendo repetidamente el terreno que habían ganado.

Durante la Depresión, un millón de mexicanos, e incluso mexicano-americanos, fueron expulsados, junto con sus hijos nacidos en Estados Unidos, para ahorrarse costos de beneficencia o desalentar la sindicalización. Fueron bienvenidos de nuevo durante la Segunda Guerra Mundial y considerados “braceros” heroicos. Pero en los años 50, los mexicanos fueron reetiquetados como buscadores de beneficencia peligrosos.

En 1954, el Presidente Dwight D. Eisenhower envió al general Joseph Swing a “vigilar la frontera” con redadas en granjas y deportaciones sumarias que expulsaron a por lo menos un millón de personas. Al mismo tiempo, a los granjeros se les aseguró un nuevo suministro de trabajadores temporales a través del programa “braceros”, que pronto se duplicó a 400,000 al año.

El patrón se desarrolló durante los años entre la Ley de Exclusión China de 1882 y las cuotas de 1929, conforme las crecientes barreras legales hicieron drásticamente más estrecha la puerta del frente de la nación. La meta era preservar el “carácter nórdico” del país contra los italianos y los judíos eurorientales, que habían empezado a llegar en grandes cantidades.

Sin embargo, el Congreso se negó a cerrar la puerta trasera a un creciente flujo de mexicanos, aun cuando, para los propios estándares raciales de los legisladores, los mexicanos eran aún más objetables que las “razas degradadas” de asiáticos y sudeuropeos a quienes estaban reemplazando cada vez más en los campos, las fábricas y las obras ferroviarias. Se encontró una forma conveniente de reconciliar la contradicción, dijo Camille Guerin-González, profesora de historia de la Universidad de Wisconsin y autora de “Mexican Workers and American Dreams”. No eran necesarias cuotas pra mantener fuera a los mexicanos porque no se iban a quedar. “No queriendo ‘entremezclar la raza’, pero necesitando la mano de obra barata, los estadounidenses consideraron a los mexicanos como ‘aves de paso”’, dijo, usando la frase acuñada para describir a los inmigrantes italianos. “La proximidad de la frontera lo hacía incluso más creíble”.

Los recolectores de algodón citados por el cabildero texano habían llegado por medio de un programa destinado a cubrir la escasez de mano de obra debida a la Primera Guerra Mundial. Pero conforme la agricultura comercial creaba “fábricas en el campo”, el ingreso indocumentado se volvió la norma. Los cultivadores señalaron que ningún trabajador agrícola podía darse el lujo de pagar el impuesto “head tax” que requería el ingreso legal. Y los patrones regularmente citaban el ingreso informal como una característica que hacía a los mexicanos más deseables que a trabajadores extranjeros baratos como los filipinos, porque eran más fáciles de deportar. Como dijo un ranchero citado en el libro de Zolberg a un trabajador mexicano: “Cuando te querramos, te llamaremos; cuando no, no”.

El peso total y brutal de esa fórmula se sintió en la Depresión. Readadas de familias mexicanas en lugares públicos, deportaciones sumarias — y amenazas bien pregonadas de que habría más — provocaron el pánico en las comunidades mexicano-americanas en 1931. La táctica fue llamada “atemorizadora” por su arquitecto, Charles P. Visel, director del Comité de Ciudadanos de Los Angeles para la Coordinación para el Alivio del Desempleo. Funcionó. Incluso muchos inmigrantes legales, presas del pánico, vendieron sus propiedades baratas y partieron “voluntariamente”.

Fue una época en que los sembradíos se quedaron sin cosechar por falta de compradores y las familias blancas como las de “The Grapes of Wrath” se dirigieron al oeste en una búsqueda desesperada de trabajo. “Les dieron a elegir: Muéranse de hambre o regresen a México”, recordó posteriormente un residente de Indiana Harbor, Indiana, como lo relata Roger Daniels en su libro “Guarding the Golden Door”. Una mujer de Santa Bárbara dijo que nunca olvidaría ver a trenes organizados por la compañía de ferrocarriles que transportaban a familias a la frontera en vagones de carga. Las mismas líneas férreas habían sido tendidas por mexicanos que se habían establecido no sólo en el sudoeste, sino en Indiana, Illinois y más al este.

“He dejado lo mejor de mi vida y mi fuerza aquí, salpicando con el sudor de mi frente los campos y fábricas de estos gringos, que sólo saben cómo hacerte sudar y ni siquiera te ponen atención cuando te ven que estás viejo”, dijo un trabajador, Juan Berzúnzolo, entrevistado en California en los años 20 por un antropólogo mexicano y citado por Devra Weber en “Dark Sweat, White Gold: California Farm Workers, Cotton and the New Deal”.

Del otro lado de la frontera, dijo Guerin-González, una niña de 11 años nacida en Estados Unidos que había sido “repatriada” de California dijo a un entrevistador en lo años 30. “Estaría en quinto grado ahí, pero aquí, no, porque no sé leer ni escribir en español”. Un muchacho relató cómo un agente policial mexicano lo reconvino por hablar en inglés. Pero para 1943, con la economía en ascenso y los patrones lamentando la escasez de mano de obra por el periodo de guerra, el ciclo empezó de nuevo.

Hoy, la naturaleza del convenio ya no puede disfrazarse, dijo Marcelo M. Suárez-Orozco, co-director de Estudios sobre Inmigración en la Universidad de Nueva York. “Es un pacto de mala fe”, dijo. “No podemos tener las dos cosas; una economía que es adicta a la mano de obra inmigrante, pero que no está dispuesta a pagar el costo”.

Y Zolberg dijo que el último recurso de la expulsión masiva es menos probable, ya que la naturalización de millones de latinos, incluidos los de la amnistía de 1986, cambió las reglas del juego. “Los mexicanos, y los latinos en general, están en mejor situación hoy que aquella en que estaban los italianos y judíos en los años 20 y 30”, dijo. “Empezaron a tener cierta influencia electoral, porque hubo más personas de ese origen que pudieron levantarse en su defensa”.

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