THE NEW YORK TIMES
China bajo escombros

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EDWARD WONG
Beichuan, China. El médico le dijo al niño de 10 años que tendría que amputarle las piernas. Aunque estaba atrapado entre los escombros, el niño se negó. «Si me tienen que cortar las piernas, prefiero morir», fue su respuesta. «No quiero vivir sin piernas.»

El médico le prometió al niño que haría todo lo posible por salvarlo de alguna otra manera. Seis horas después, los rescatistas pudieron sacarlo y lo metieron en un ambulancia.

Al niño se le detuvo el corazón en tres ocasiones en las dos horas de viaje desde su pueblo en las montañas hasta la ciudad de Mianyang. Cada vez, los médicos lograron que volviera a latir. Finalmente llegaron al hospital. Ahí, mientras el niño estaba sedado, los médicos le amputaron las piernas.

«Cuando despertó y se dio cuenta de que ya no tenía piernas, él no lloró», me dijo más tarde Jiang Zelong, voluntario de 19 años de edad que acompañaba al equipo de rescate. «Cuando sentía dolor, me apretaba la mano fuerte, muy fuerte, pero no gritó una sola vez.»

En las últimas dos semanas, en las que he estado reportando sobre el terremoto que causó la muerte de por lo menos 56,000 personas y dejó a 5 millones sin hogar en esta región rural del suroeste de China, he escuchado un estribillo constante entre mis amigos y colegas: «Esto no puede compararse con lo que has visto en Irak.»

Salí de Bagdad hace casi un año, después de una prolongada estancia ahí. Después pasé algunos meses estudiando mandarín en Vermont y Taiwán. Pasé mucho tiempo alejado del trabajo y en lugares bucólicos, lo que me permitió pensar, cuando aterricé en Pekín a fines de abril para empezar mis nuevas tareas, que había dejado atrás de mí gran parte de la fealdad de la guerra: los depósitos de cadáveres llenos de cuerpos desechos por metralla, mezquitas demolidas por atentados suicidas con autos bomba, el temor de la muerte indiscriminada que mantiene a la gente enjaulada en su casa.

Después vino el terremoto, a las 2:28 de la tarde del 12 de mayo. En los días siguientes, al abrirme paso a través de los pueblos más afectados por el temblor y tras escuchar historias como la del voluntario Jiang, me di cuenta de que, por mucha violencia que la gente pueda desatar entre sí, el rostro colérico de la naturaleza puede ser aun más frío, letal e implacable. También puede obligar a gente común a enfrentarse a escenas terribles y a asumir la horrible tarea de selección: decidir quién puede ser salvado y quién deberá ser cargado a la cuenta de la muerte.  

Beichuan antes era un pueblo de 22,000 habitantes. Está anidado en un valle, junto a un río, entre dos montañas, y los verdes campos de arroz bordean los caminos que irradian de él.

El temblor duró un minuto cuando mucho, pero dejó a la mitad del pueblo sofocada a causa de los deslices de tierra, que tragaron personas, autos y edificios enteros. Pedruzcos del tamaño de un sedán llovieron de las laderas y aplastaron a los residentes que escapaban de su casa. Hubo gente decapitada. Mil niños quedaron atrapados en el derrumbe de una escuela secundaria.

El terremoto puso a China en pie de guerra
En la tarde en que viajé a Beichuan en la parte trasera de un camión de caja plana, tres helicópteros zumbaban en el aire, mientras nos rebasaba un convoy de vehículos del ejército. A los lados de los caminos han brotado pueblos enteros formados por carpas; en algunas se alojan los soldados que habrán de trabajar aquí por semanas o meses. Otras alojan a los miles de refugiados que han llegado caminando, cojeando o arrastrándose de las ruinas de Beichuan.

«Vi cuerpos por todo el camino», afirmó Li Yalan, especialista de cómputo de 24 años de edad, que ahora duerme sobre unas sábanas, junto con su familia, en el estadio de Mianyang. «Me abrí paso por encima de los cuerpos. La noche del temblor, como los equipos de rescate aún no llegaban, los padres buscaban a sus hijos con ayuda de linternas. Vi que rescataban a algunas personas pero, como estaban sangrando profusamente, las vi morir justo frente a mí.»

El camión nos dejó cerca de los escombros de la escuela secundaria. Nadie sabía con seguridad si alguno de los niños seguía vivo, Nadie había tenido tiempo para preguntárselo. El área se había convertido en un puesto de andamios para miles de rescatistas de casco y traje naranja, y soldados del Ejército de Liberación Popular. Parecía Manhattan después de los atentados del 11 de septiembre de 2001.   

Los soldados, adolescentes más bien, al igual que los estadounidenses que conocí en Irak, se paraban firmes mientras eran rociados con desinfectante. Pocos de ellos habían visto antes un cadáver. Y ahora marchaban armados de picos y palas hacia un pueblo cubierto con miles de cadáveres. Debieron haber sido sabido, por las sacudidas que sentíamos, que las secuelas y los continuos deslices de tierra estaban matando a miles de rescatistas y trabajadores de caminos.  

Los equipos como ése tenían que tomar decisiones difíciles en toda la zona del terremoto. A quién salvar, a quién pasar por alto. Una tarde, un amigo mío, un fotógrafo francés, observó a una cuadrilla de rescate sacar a un obrero de una fábrica de azufre de entre las ruinas de un club para trabajadores de cinco pisos. Todo el mundo aplaudió. Después se callaron y escucharon: ¿Quedaba ahí alguien más vivo?  El jefe de la cuadrilla dijo que no.  

Una mujer empezó a llorar, diciendo que una mesera seguía viva entre los escombros. Resultó que el obrero de la fábrica de azufre, mientras estaba atrapado, había hablado con la mesera a través de la pared que los separaba. «Por favor, asegúrese de que a mí también me saquen esta noche», le suplicó ella. 

Los rescatistas dejaron de excavar esa noche, insistiendo en que no quedaba nadie más allí. Al día siguiente, por alguna razón, cambiaron su decisión. Y a quien encontraron finalmente entre los restos fue nada menos que a la mesera, aún respirando.

El rescate
En Beichuan, los rescatistas concentraron sus esfuerzos más en la ciudad que en los poblados de las alturas de las montañas. Quizá fue la mejor decisión. Quizá así se salvaron más personas. Pero yo conocí a un equipo de la provincia de Guizhou que había rescatado a siete ancianos de los poblados ese mismo día.   Ya había avanzado la tarde cuando trajeron a un octavo sobreviviente. Era un enjuto anciano amarrado a una camilla de madera.

Los trabajadores le habían puesto un tapabocas en la cara. Su hijo lo había encontrado en medio de los escombros de su casa el día anterior, y había ido a Beichuan a conseguir un equipo de rescatistas.

«Algunos de mis amigos murieron; otros están heridos y otros más siguen vivos», dijo el anciano, Hu Mingchun, de 70 años de edad.

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