No hay dos convenciones de designación de candidato iguales. Cada una tiene sus dramas característicos, sus propias tramas y subtramas. En Denver, la semana pasada, la nota principal fue la campaña por la unidad y el cierre generacional, cuando las dos grandes familias del Partido Democrático, los Kennedy y los Clinton, se unieron para pasarle el relevo a un afroamericano, el senador Barack Obama, que el jueves por la noche prometió inaugurar una nueva era en la política estadounidense.
Es probable que en St. Paul se desarrolle una narrativa diferente cuando el senador John McCain, el otrora delantero, trate de hacer las paces con las diversas facciones conservadoras a las que ha enfurecido en varios momentos de su larga carrera. El viernes, él dio un paso en esa dirección al seleccionar a la gobernadora Sarah Palin de Arkansas, cristiana conservadora, como compañera de fórmula.
Lo que van a tener en común las dos convenciones — si el huracán Gustav no proyecta una sombra demasiado grande en Minnesota — es un aire de boato: las arenas atiborradas, la música inspiradora, los mareados delegados, la oratoria en cascada que echa las bases para el climax del discurso de aceptación del nominado.
Este último ritual en cierto sentido es el más surrealista. Han pasado muchos años desde que un político reticente o vergonzoso «aceptaba» la nominación de su partido. Por el contrario, todo el mundo sabe, y Obama y McCain mejor que nadie, que los dos pasaron meses — y en el sentido más amplio varios años — en la ardiente búsqueda de la nominación.
Entonces, ¿para qué fingir otra cosa? Probablemente porque a los votantes les inquieta la idea de que los candidatos presidenciales sean simples políticos que luchan por los votos estado tras estado, que adaptan su mensaje a cada público, bruñen sus propios antecedentes y distorsionan los de sus oponentes.
Aún más desalentadora es la facilidad con la que los candidatos recalibran sus principios y ajustan sus posiciones. Obama primero se comprometió a aceptar el financiamiento público para las elecciones generales, después se echó para atrás. Se opuso a la legislación que concede inmunidad legal a las compañías de telecomunicaciones que cooperaron con el programa del gobierno de George W. Bush de escuchas sin orden judicial. Y después decide apoyarla.
Y lo mismo con McCain. Se opone a las reducciones fiscales de Bush y después promete ampliarlas. Insiste en que la suya será una campaña de altos vuelos y luego recluta al equipo de golpeadores de Karl Rove.
Todas estas maniobras parecen indignas del cargo de presidente. Se supone que éste debe ser — según la palabra que se escuchó repetidamente en Denver y que con toda seguridad será invocada también en St. Paul — un líder al que se le confía la dirección del destino de la nación y, de hecho, de muchas naciones. Para hacer esto, él debe de renunciar a sus deudas con los «intereses especiales», no hacer caso de encuestadores y, por lo demás, demostrar que él «no es un político del montón».
Pero la presidencia no es un cargo sagrado. Es el más alto puesto político del país. Y hay ocasiones en las que los principios exaltados son menos valiosos que las habilidades políticas mundanas. En su momento se hizo burla del primer presidente Bush por hablar con desprecio de «eso de la visión». Pero algo de razón tenía. Los líderes visionarios se inclinan a crear o a imaginar sus propias metas y, después, tratan de impulsar a los demás hacia ellas. En algunos casos, tales líderes alcanzan la grandeza. Lincoln es el ejemplo más destacado. Pero él también fue un político astuto y calculador, afinado con el humor del país, mientras que otro presidente visionario, Woodrow Wilson, se vio obstaculizado precisamente por su imperioso desdén hacia la voluntad pública.
Por mucho tiempo, el término singular de encomio para un político exitoso no era líder sino «estadista», con énfasis en las habilidades administrativas más que en sus dotes visionarias. Un estadista, de acuerdo con el diccionario Oxford, «es habilidoso en el manejo de los asuntos públicos». Entiende al sistema político y sabe qué palancas jalar, con cuánta fuerza y — sobre todo — en qué momento.
En una defensa clásica del arte de gobernar, «El carácter de Sir Robert Peel», publicado en 1856, el pensador político británico Walter Bagehot contrasta la carrera de Peel, que fungió como primer ministro en los años treinta y cuarenta del siglo XIX, con la de otro conservador, Edmund Burke.
En el plano intelectual no había competencia. Burke, padre del conservadurismo moderno, fue un pensador profundo, que refutó muchas de las ortodoxias de su tiempo. Pero, según Bagehot, «se adelantó a su tiempo». Esto es, Burke tuvo razón en muchos sentidos para los que no estaban preparados ni sus colegas ni el pueblo en general, por lo que realizó menos de lo que hubiera podido.
El caso de Peel fue el opuesto. «Desde cierta peculiaridad de intelecto y fortuna, él nunca se adelantó a su época», escribe Bagehot. Pensador más promedio que de vista aguda, Peel solía estar un paso detrás de los partidarios más progresistas. «Respecto de las leyes del maíz, la divisa, el mejoramiento del código penal y la emancipación católica, él nunca fue uno de los primeros operarios ni de los rápidamente convertidos», observa Bagehot. «En tanto esos asuntos fueran propiedad de intelectos de altos vuelos», Peel se les oponía.
Pero una vez que las ideas audaces se hubieran filtrado hacia abajo y convertido en «propiedad de intelectos de segunda clase», Peel también las adoptaba. Esto podría sonar a oportunismo. El «se convertía en la conversión del hombre promedio. Su credo era, como siempre ha sido, ordinario; pero sus habilidades extraordinarias nunca se asomaron mucho. El puso su nombre de inmediato en cada una de esas cuestiones, para ser recordado tanto tiempo como éstas fueran recordadas.»
El talento de Peel no era para «eso de la visión» sino para la administración; para la negociación y el compromiso, para ceder terreno y cambiar de curso. El fue, como concluye Bagehot, «un hombre de opiniones comunes y de habilidades poco comunes» y, como tal, el modelo de un «estadista constitucional».
Tres cuartos de siglo después, el jurista Oliver Wendell Holmes Jr. hizo una evaluación similar del entonces recién electo presidente Franklin D. Roosevelt, cuando formuló vigorosamente: «Un temperamento de primera clase, una mente de segunda.»
Al igual que Peel, Roosevelt promulgó programas audaces, pero sólo cuando el pueblo estaba preparado. Hizo honor a una verdad a la que políticos menos prácticos muchas veces se resisten. Bagehot lo resume así: «La opinión pública, como se dice, rige; y la opinión pública es la opinión del hombre promedio.»
En cierto sentido, entonces, los mejores «dirigentes» en realidad son seguidores. Hillary Clinton trató de presentar este argumento durante la campaña de las primarias, cuando observó que, si bien Martin Luther King Jr. enmarcó con elocuencia el argumento moral de los derechos civiles, en realidad fue el rudo negociante Lyndon B. Johnson el que los hizo ley.
Hillary Clinton hubiera podido presentar su argumento de manera más convincente si hubiera reconocido que Johnson fue una especie de Sir Robert Peel de los últimos tiempos que — como relató Robert Caro en las páginas de opinión de The New York Times la semana pasada — no sólo se resistió, sino que obstaculizó la legislación de los derechos civiles durante la mayor parte de su carrera en el senado, y también que el cambio de postura de Johnson se debió tanto al activismo como a la oratoria de King y otros que impulsaron la cuestión hasta el primer lugar de la agenda nacional.
«El tiempo cambia muchas cosas», como dice Bagehot. «Los puntos de controversia parecen claros; las premisas asumidas, inciertas. La dificultad es comprender la ‘dificultad’.»
Para Johnson, la dificultad fue percibir que en buena parte de Estados Unidos, si bien todavía no en el Sur Profundo, el «hombre promedio» ahora se oponía a la discriminación. O bien, como lo dijera otro conservador, el senador Everett M. Dirksen, ante sus colegas, al explicar su apoyo a la ley de derechos civiles de 1964: «No nos atrevamos a darle largas al asunto que ahora está frente a nosotros. Es esencialmente moral en carácter. Debe resolverse. No va a desaparecer. Su momento ha llegado y habrá que resolverlo de la mejor manera posible.»
Zoom
Maromeros
A Johnson y a Dirksen se les llamó chaqueteros. Ahora se les acusaría de maromeros. La acusación es en parte cierta. Pero dar maromas puede ser útil. En su libro «Confesiones de un conservador», Garry Wills, admirador de Bagehot, escribió que «la coherencia es un defecto en los políticos». El político debe tener una visión o, según la frase de Wills, «el Gran Asunto por el que se interesa profundamente», pero ese «asunto» lo puede obstaculizar pues «un compromiso asumido en forma prematura puede quitarle la oportunidad de hacer todas las cosas pequeñas pero buenas que están a su alcance».
Opciones
Entonces, ¿dónde deja todo esto a nuestro próximo presidente? ¿Será un visionario o un estadista? Hasta ahora, tanto Obama como McCain han dado indicios de ser ambas cosas. Sus actos visionarios por lo general suscitan alabanzas y sus actos de estadista despiertan las críticas. Pero esas evaluaciones podrían ser el caso inverso.
Las frases
Walter Bagehot
Él se convertía en la conversión del hombre promedio. Su credo era, como siempre ha sido, ordinario; pero sus habilidades extraordinarias nunca se asomaron mucho. Él puso su nombre de inmediato en cada una de esas cuestiones, para ser recordado tanto tiempo como éstas fueran recordadas en el mundo.»