The New York times
Plagios fragmentos  en discursos  electorales no es nada nuevo EU

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El 9 de febrero de 1950, el senador Joseph McCarthy se labró un lugar en los libros de historia al asegurar ante una multitud reunida en Wheeling, Virginia Occidental, que el departamento de estado estaba lleno de comunistas. «No estamos hablando de espías que reciben 30 monedas de plata por robar los planos de una nueva arma», dijo. «Estamos hablando de un tipo de actividad mucho más siniestra, ya que le permite al enemigo guiar y moldear nuestra política.»

   La acusación era infundada, difamatoria y plagiada. Las mismas palabras, prácticamente al pie de la letra, habían sido pronunciadas en la cámara de representante dos semanas antes, por el representante Richard M. Nixon, de California.

   El préstamo al mayoreo de McCarthy fue descubierto hasta años después. Si los periodistas lo hubieran descubierto antes, él quizá se hubiera metido en problemas diferentes a los que tuvo, pues a la prensa le encanta una buena disputa por plagio. Véanse los bien ventilados pecados de numerosos escritores en años recientes y el forcejeo de la semana pasada debido a que el senador Barack Obama usó las palabras de otro sin darle el crédito correspondiente.

   El fin de semana pasado se informó que Obama usó en la campaña presidencial un giro retórico pronunciado primero por el gobernador Deval Patrick de Massachusetts, amigo y copresidente de su campaña. La secuencia contenía unos parlamentos políticos famosos, seguidos del estribillo «Meras palabras», un sarcasmo dirigido a refutar la pulla de su rival, la senadora Hillary Clinton, quien dijo que Obama les ofrecía a los votantes sólo discursos, no acciones. Obama reconoció que no haber mencionado a Patrick fue un error, aunque un error sin importancia. En el debate del jueves, Obama dijo que era «tonto» que eso siguiera a discusión. Clinton apretó las cosas diciendo que «si su candidatura va a girar en torno de las palabras, entonces éstas deberían ser sus propias palabras».

   Obama se distingue entre los políticos por haber escrito unas memorias alabadas por su habilidad literaria y por ser el autor al menos de algunos de sus discursos mejor elaborados. Esa reputación explica en parte que la acusación de plagio haya sido desconcertante para algunos. Hendrik Hertzberg, que escribía discursos para Jimmy Carter, escribió en su blog, en newyorker.com, que el de Obama «no es un pecado mortal», sino más bien «un error dañino, dado que la elocuencia y la ‘autenticidad’ de Obama son una parte central de su atractivo».

   Cuando los escritores profesionales toman prestadas palabras sin atribuir el crédito, por lo general se les censura, en ocasiones ferozmente. Es natural, sin embargo, que cuando los políticos hacen algo similar — y en particular cuando son palabras habladas — se les perdone.

   Como señala Thomas Mallon, autor de «Palabras robadas», un libro sobre plagios, «el lenguaje político es increíblmente fluido». Los políticos tienen la costumbre de tomar palabras de otros, especialmente durante las campañas, cuando recurren a cualquier tema o mantra que parezca dar resultados. ¿Qué candidato demócrata no ha prometido que «luchará por las familias trabajadoras»?

   Históricamente, la mayoría de los políticos que no dan crédito a sus fuentes salen indemnes. En 1970, el vicepresidente Spiro T. Agnew dio un discurso en el que recogió trozos de prosa de dos expertos en política de la NAACP. Uno de ellos dijo que estaba «complacido» ya que significaba que Agnew estaba adoptando sus políticas liberales. En 1987 se supo que el coordinador demócrata de la cámara de representante, Jim Wright, había dado un discurso en Berlín que presagió la declaración que Ronald Reagan, «derriben ese muro», haría dos meses después. Aunque se dijo que estaba molesto, Wright dejó pasar el asunto diciendo: «No voy a demandarlo por plagio.»

   Hay una «norma diferente para escribir que para hablar», señala Deborah Tannen, profesora de lingüística de la Universidad de Georgetown. «Las palabras habladas son más del dominio público.»

   Pero incluso en casos de apropiación por escrito, en política eso suele causar poco alboroto. En 2004, el periódico conservador The New York Sun hizo un reportaje sobre unos escritos del candidato presidencial demócrata, el senador John F. Kerry, que seguían muy de cerca artículos publicados por otras personas. La acusación prácticamente pasó desapercibida. En la campaña por el senado de Virginia en 2006, el republicano George Allen acusó a su rival demócrata, James Webb, de haber puesto en su novela las palabras publicadas de un historiador sin darle el crédito. Webb ganó esas elecciones.

   La gente tiende a descartar esos episodios en parte porque el uso de escritores de discursos ha cambiado las normas de originalidad en política. El público no se engaña pensando que los políticos inventan las palabras que pronuncian. Theodore C. Sorensen, escritor de discurso de John F. kennedy que está alineado con la campaña de Obama, comentó que precisamente porque los escritores de discursos están en todas partes, se consideran extensiones del político. «Es el orador el que pone su nombre en el discurso, el que carga con la responsabilidad», explicó. «Si el discurso fracasa, él cosechará las consecuencias. Si tiene éxito, él recibirá el crédito, aunque no haya escrito las palabras él mismo.»

   La distinción, tácitamente aceptada, entre recitar los lemas de un autor contratado y usurpar párrafos de otro individuo le puso fin a las aspiraciones presidenciales del senador Joseph R. Biden Jr. de Delaware, en 1988. Biden se apropió de un discurso del político británico Neil Kinnock, con todo y detalles biográficos, como el haber sido el primero de su famiia que asistió a la universidad, cosa que no se aplicaba a Biden. Después salieron a la luz más préstamos no atribuidos, como frases de Robert F. Kennedy y Hubert Humphrey. Poco después, la noticia de que Biden había cometido plagio en la escuela de derecho hizo que renunciara a su campaña.

   Ni siquiera el campo de Clinton está diciendo que la infracción de Obama se compara con la de Biden. «El único paralelismo», afirmó Mallon que, como la mayoría de los entrevistados para este artículo considera que el incidente de Obama es trivial, «es que Biden estaba considerado el mejor orador en el campo en 1988. Eso llegó al corazón de su candidatura.»

   Richard A. Posner, juez del séptimo circuito de la corte federal de apleaciones y autor del «Pequeño manual de plagio», señala que la ofensa de Biden tuvo un elemento especial de falsedad. «Lo que hundió a Biden fue que parecía que se estaba apropiando de una vida ajena. Eso fue escalofriante», dijo.

   Otra diferencia clave, como ha señalado Obama, es que Patrick «me dio las líneas y me propuso que las usara».

   Pero, haciendo a un lado el caso de Obama, tener la bendición del autor no necesario vuelve benigno omitir el crédito. Quienes pueden salir lastimados no son sólo los creadores de las palabras sino el público. «Me parece que el centro de atención debe ser el público: ¿se lastima al público, se le engaña?», afirmó Posner.

   Y la competencia también puede sair dañada. Así como el estudiante que comete plagio obtiene una ventaja injusta sobre los demás, explica Posner, los rivales pueden padecer en relación con un candidato plagiario.

   Puede ser que el incidente de Obama haya suscitado el debate debido a que sus oraciones han impresionado como una refrescante excepción a la pobreza del discurso político en general. «El lenguaje político de hoy en día es menos idiosincrático, menos original, ciertamente menos literario y menos inspirador», advierte Mallon. «Esos candidatos pueden tratar a las palabras como algo bajo, pues han hecho mucho por rebajar el lenguaje, con sus repeticiones y sonsonetes incesantes.»

   David Callahan, autor de «La cultura del timo; porqué a los estadounidenses les va mal para salir adelante», afirma: «Es muy común que los políticos emitan elementos discursivos que después son repetidos al pie de la letra por miles de personas. Esa gente no está en el negocio de la originalidad. La intención es crear una cámara de resonancia.»

Señala que la televisión es en parte culpable de ese declive. «Hay un televisor en la sala, un televisor en la recámara; eso fomenta la charla informal. 

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