Tiempo de decir, tiempo de ser

Tiempo de decir, tiempo de ser

Me asalta la sospecha –asaz melancólica- de que mientras viva nunca seré un escritor popular. Para empezar, porque la literatura no es el medio más apropiado para entablar amistosa relación con el pueblo. Sería supina ingenuidad o necedad de a folio aspirar a que las anónimas masas me lean y comprendan –no ya que disfruten lo que escribo-, por la sencilla razón de que, primero, hay que enseñarlas a leer, pues son analfabetas; y, en segundo lugar, habría también que instruirlas en el arte sutil de desentrañar el código estético, esencialmente vivencial y connotativo, de la escritura que busca seducir por su belleza.

Y, salta a la vista, que si me consagro a tan fundamental tarea de educación básica –cosa que puedo hacer y que es imperativo que se haga- no dispondría del solaz necesario para pergeñar las caprichosas digresiones que al buen tun tun estampo con júbilo infantil sobre mi viejo y maltratado cuaderno, digresiones que, en lo que me concierne, constituyen hoy por hoy –para sonrojo ajeno y orgullo propio- el eje de esta perplejidad de carne que transcurre que hemos dado en llamar existencia.

Hasta donde la medianía de mi ingenio me permite entender, la disyuntiva que se me presenta es la siguiente: o me dirijo al pueblo y al achicar mi palabra a la medida de sus carencias dejo de crear del modo elaborado en que siempre lo he hecho, pagando el acrecentamiento del número de quienes me leen con moneda de personal e íntima insatisfacción; o asumo de una vez por todas que el destinatario de mis escritos es un restringido círculo de “entendidos”, suscribiendo entonces la verdad de que el grueso de la población –dictamen de la suerte caprichosa- ni siquiera se enterará de mi nombre de pluma.

A la hora que estas líneas estampo, y mientras no se produzca algún inesperado acontecimiento que obligue a desdecirme, opto decididamente por esta última posibilidad. No me avergüenza reconocerlo: he consentido a la idea de que soy escritor de elites. He tomado la firme decisión de sólo tocar a las puertas de aquellas escasas personas que por compartir experiencias similares a las mías y por poseer la competencia lingüística que falta a la muchedumbre no ilustrada, están en capacidad de comprender y valorar lo que, luego de exprimirme el cerebro y desgarrarme el corazón, entrego al arduo honor de la tipografía.

De hecho, como lo que tengo entre ceja y ceja cuando escribo, amén de amonedar pensamientos y opiniones, es expresar el mundo evanescente, cambiante y multiforme de recuerdos, fantasías y sentimientos que pugnan por abrirse paso hacia la cristalina superficie de la palabra, en la esperanza de que el lector conseguirá recrear dentro de sí esa entrañable experiencia que de pronto, fijada en letra de molde, la página del libro apacienta; como lo que me mueve al colocarme péndola en mano ante el blanco papel, es plasmar un acontecimiento espiritual elusivo que se torna tanto más pródigo y feraz cuanto de manera inconfundible revela lo que soy, lo que de intransferible y propio encierra mi alma, como ése es mi propósito, me veo constreñido a emplear las voces que espontáneamente afloran a mis labios, las cuales, por descontado, no son otras sino las que mi cultura literaria y filosófica y mi olfato lingüístico ponen a mi disposición.

No puedo hacer literatura ni aventurarme en los dominios de una profunda meditación filosófica si no es con el auxilio de los términos y giros a que soy afecto.  Mis costumbres, mi temperamento, mi educación, mi experiencia y mi habla están indisolublemente entreverados. Para dar vida a la escritura de una manera que me satisfaga, tengo que partir de lo que soy; y soy, entre otras cosas, esas costumbres, ese temperamento, esa educación, esa experiencia y ese decir… No puedo renunciar a ellos sin renegar de mí mismo.

No se me ocurriría hablar a la usanza del campesino porque mi experiencia no es campesina y, por consiguiente, mi palabra tampoco lo es. No me pasa por las mientes expresarme del modo en que el obrero o el desasistido marginal de la ciudad se expresan,  porque jamás he trabajado en una fábrica ni he deambulado con el hambre agazapada en el estómago entre las latas de basura. Si pretendiera hacerlo, sería un farsante, y si de algo no me siento capaz es de simular una condición que me es extraña. Prefiero encarar mis propias limitaciones y que los que con ellas tropiecen las descubran; eso es mucho mejor, si bien se mira, que fingir respecto a mi verdadera naturaleza y motivaciones. 

Me siento un ser contradictorio, a un tiempo simple y refinado, soñador y realista, irónico e ingenuo. Como tal me quiero manifestar en cada vertiente de mi existencia. De fijo que el monto que debo desembolsar a guisa de tarifa por pareja autenticidad discursiva es muy elevado. Parte del mismo es la imposibilidad de comunicarme con la gente de a pie, con el pueblo llano. Empero, dado que el mal no tiene remedio, más vale irme haciendo a la idea de que, al cabo y a la postre, la impopularidad tiene tal vez sus primores y que escribir para las minorías acaso no resulte tan inútil como a las primeras de cambio pudiera parecer.

Convengo en que mi estilo es complicado, mis frases alambicadas, mis períodos recargados, mis ideas desencajadas y en desorden, en fin, que adolezco de una retórica culterana cuya afectación, exuberancia y énfasis se hallan en los antípodas del ascético gusto contemporáneo. No soy un escritor fácil de leer, no soy fácil de entender y no procuro serlo. Pero no me pida nadie que aligere mi lenguaje en aras de despejar su oscuridad. La noche forma parte de la vida igual que la luz del sol… Y, por último, no por el hecho de escribir para los pocos, el alcance social y cultural de mi quehacer literario se verá disminuido. Soy parte de la sociedad y de alguna manera mi actividad de escritor contribuye –tengo copia de razones para pensarlo así- a transformarla. El tiempo de mi decir es el de la permanencia. No presumo de escritor popular. A algo mejor aspiro: a construirme desde la blanca y quebradiza opacidad de mis huesos, desde la mansa estación de la lluvia que se oculta en mis ojos y la abierta plenitud del mar que revuelve su oleaje en la corriente de mis venas. El genuino creador se hace cuando expresa, es cuando siembra la forma en el surco del alma. Sembrador de quimeras, me basta y sobra con lanzar al mundo el latido carnal de mi palabra.

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