El conteo del tiempo es costumbre desde los albores de la humanidad. Muchos pueblos aprendieron a contar los años por los fríos invernales y los calores de los estíos. Mejoraron sus calendarios estudiando los ciclos de la luna y sus perfiles que avisaban tiempos de siembra o de cosecha.
Los mayas tuvieron avances increíbles sobre la medición de los tiempos. La tradición judeocristiana tuvo una escritura y su calendario estuvo además marcado por dramas, episodios, mandatos y revelaciones.
Vivimos ciclos, ritmos, programas, horarios. Marcamos fechas que por gloriosas o infaustas están vinculadas a nuestra identidad y devenir histórico.
Los calendarios son elementos básicos de la organización social y política, y de cultos religiosos. Hubo gobernantes cuya gloria personal superaba la de sus absurdos dioses, que se incluyeron en los calendarios y se retrataron en las monedas. Julio César se fabricó un mes, y Augusto César, para no ser menos, se hizo el suyo también de 31 días; obligando a que el mes 10, diciembre, fuera el mes 12.
Estos ritmos están de forma manifiesta u oculta en nuestros órganos y sistemas celulares (E. Zorobabel), con fechas de caducidad y plazos, juveniles y seniles, que se cumplen. Aunque hay muchos que en vez de cumplirlos, “se les cumplen” los años; como pagarés y deudas, sin haber honrado lo uno o lo otro.
Y llegan tiempos para los que poco nos preparamos, acelerados en logros profesionales y comerciales; afanando por sobrevivir; o incluso tras necedades y novedades; u ofertas tipo “thanksgivings”,” black-Fridays”, “merry-christmas” y “happy-new-years”.
Hemos sido noveleros de los nuevos tiempos, espectadores de modas, y de lo científico-tecnológico. Tan atentos a las innovaciones que apenas hemos tenido tiempo para observar por donde o hacia dónde caminamos.
Nuestra humanidad va marchando hacia lo incierto, y mientras la ciencia nos garantiza más años de vida, no nos dice qué hacer con ellos; excepto cuidar nuestra salud y nuestro ánimo para durar y durar, pero muy poco o nada sobre como madurar. Ni siquiera aprendemos a salvar nuestro planeta; sin llegar siquiera a saber para qué vivimos.
Personalmente, tengo una enorme pena por los que aún en sus años mayores no han alcanzado a conectar con el verdadero propósito de la vida, y que como niños traviesos todavía no se enteraron de cuál era el juego, creyendo que era solo cuestión de disfrutar y esperar cada año la nueva juguetería de la mercadotecnia y la tecnología, prestos a visitar las nuevas catedrales del consumismo, los grandes centros comerciales, como creyendo que el juego eterno se llama Santa Clos, el abuelo mítico que da de todo a los que ya tienen, y poco o nada a los desposeídos; mientras finge su carcajada (pagada por la empresa): ¡Jo, Jo, Jo! Vacía de amor, sin compromiso con la vida y con lo verdadero.
Pasan los tiempos. Pero para los que le creemos a Dios, apenas empiezan. Y nos llena de profundo placer saber que estos años maduros que estamos cumpliendo, tan solo son un ensayo de Eternidad.