Tierra alta

<p><span>Tierra alta</span></p>

PASTOR VÁSQUEZ
ceyba@hotmail.com

Al presidente Leonel Fernández, paciencia y calma con aquellos que quieren burlar su autoridad.

¿Quién anda ahí?

La noche del 30 de diciembre de 1902 unos caninos aullaron más allá del prado y los perros de Papá Viejo, siempre vigilantes en la casa del General, respondieron con unos ladridos estruendosos que despertaron a Mamá Vieja, a los nietos, a la nana Joaquina y a los peones de la finca.

Mamá Vieja encendió una lámpara de petróleo y, seguida por nana Joaquina, observó a lo lejos por una reja de la ventana.

De aquel lado del prado se observaban luces, muchas luces diminutas, que iban creciendo cuando más se escuchaban los aullidos de los galgos.

“¡Virgen purísima, que Dios nos ampare!”, dijo Nana Joaquina mientras se hacía la señal de la santa cruz.

Mamá Vieja corrió, despertó los niños y los llevó a un sótano especial que Papá Viejo construyó en los 1800s cuando se anunció la llegada al país del general Cesáreo Guillermo, su añejo enemigo desde los días de la caída del Presidente Báez.

“¿Dónde estará el teniente Ramírez? ¿Dónde se habrán metido los hombres?”, gritó Mamá Vieja, quien retornaba con un rifle en manos, dispuesta a afrontar cualquier adversidad.

Ya las luces eran tan intensas que alumbraban todo el jardín principal de la casa. De repente, descendieron varios hombres armados de carabinas de un árbol de candelón, frondoso como una carolina en invierno.

¡Alto ahí, coño!

Era el teniente Ramírez, jefe de seguridad de Mamá Vieja, quien salía al frente a esos trotes de caballos veloces que se acercaban como espantajos animados e iluminados.

Después, los perros de Mamá Vieja salieron corriendo como cosa que arrastra el mismo enemigo malo rumbo a donde se veían avanzar las luces y los hombres en caballos, ya visibles desde los balcones de la casa verde.

¡Mi General! ¡Viva Mi General! ¡Viva el General Matías Vásquez, carajo!. Los gritos despertaron a todos en los ranchos de Sierra de Agua y el teniente Ramírez y sus hombres bajaron las carabinas para correr al encuentro detrás de los caninos desenfrenados.

Es posible que el teniente Ramírez, viejo veterano de guerra, supiera quién era la imponente figura que se acercaba, pero tenía que demostrar que era un hombre efectivo, mi general, “y que siempre estoy dispuesto a defender su familia y sus bienes mientras anda usted combatiendo por los intereses de la patria, mi general”.

Papá Viejo ordenó descanso a las tropas y se dirigió a su residencia a celebrar su retorno, con una barrica de ron que había traído de Saint-Thomas en su último exilio.

Mamá Vieja lo observaba con nostalgia, más que con alegría. Observaba con ojos de Penélope al eterno ausente, al guerrero sin rumbo y sin destino. Hacía poco tiempo, en 1899, apenas, que las tropas del General Horacio Vásquez había echado del Poder al General lilisista Wenceslao Figuereo.

Papá Viejo había visto entrar triunfal a Santo Domingo a su primo Horacio, lleno de gloria y de orgullo. Y fue testigo del abrazo de hermano que se dieron el General Juan Isidro Jimenes y el General Horacio, en medio de la algarabía y la alegría. La revolución había triunfado y el General Horacio no quiso quedarse en el Poder, así que organizó unas elecciones y le cedió el Gobierno a su amigo Jimenes, quedando él como vicepresidente y delegado en el Cibao.

¿Y quién lo iba a decir? En abril de 1902 estalla de nuevo la vaina y Mamá Vieja vio partir de nuevo a Papá Viejo rumbo a la manigua. Esta vez se sublevaba el General Horacio, dicen que por unos chismes de Carlos Morales Languasco.

Ahora que la revolución había triunfado y el primo Horacio estaba de nuevo en el Poder, Papá Viejo estaba de retorno a sus tierras.

Mientras le retiraba la polaina, él sentado en su poltrona italiana, Mamá Vieja le lanzó una mirada de mulata enamorada y a seguida desembuchó una vieja inquietud, con tal solemnidad, que Papá Viejo jamás pudo olvidar.

“¿Por que tu lucha, Matías?”

Papá Viejo, que había asistido a esta última revuelta con cierta cosita en el corazón, porque no asimilaba la división entre el General Horacio y el General Jimenes, miró hacia el techo y dijo lo que pudo:

“Ni yo mismo sé por qué lucho, coño, pero esa es la política”.

Santo Domingo, Navidad del 2006

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