Tierra alta

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Carta abierta al Magistrado Don Jorge Subero Isa, Presidente De la Suprema Corte de Justicia
Estimado Maestro:
He leído en la prensa nacional el grito desesperado que, cual sermón de adviento, ambientado con un hálito de desesperación, usted ha lanzado  sobre la deficiencia de los egresados de nuestras escuelas de derecho.

Le juro, señor mío, que sus palabras me han calado al alma, pues parecen prendidas del fuego sagrado que quemó los labios de Isaías, y por eso cometo el atrevimiento de dirigirme públicamente a usted, yo que no soy ningún letrado sino un pobre campesino que hasta sus 16 años trabajaba la tierra, para tenderle la alfombra de mi solidaridad, sin dejar pasar la oportunidad para hacer algunas precisiones sobre este enconoso tema.

Creo, doctor Subero que el asunto es más complejo y genérico, más universal y profundo, con proporciones más allá de nuestras escuelas de derecho.

En esta madrugada que os escribo comienzo a recordar que cuando yo era un niño, los profesores nos llenaban la casilla del reporte de notas con una calificación a su antojo sobre una materia llamada “Moral y Cívica”. De esa manera  irresponsable, cumplían con el requisito de nuestro ministerio de Educación.

Luego cuando la vida me dio la oportunidad de practicar mi primera vocación –mucho antes de andar por estos rumbos privando de periodista – me esforcé para que los alumnos conocieran la Constitución de la República, y sobre todo el artículo 8, donde están consagrados los derechos fundamentales, y el 9, donde están estipulados los deberes ciudadanos. Toda la sociedad, en una complicidad sin par en este resquebrajamiento moral, ha aceptado como asunto consuetudinario que las materias de idiomas que se imparten en nuestros centros educativos sean un simple requisito y es aceptado como un hecho que estos nutrientes de la cultura universal sólo hay que estudiarlos para pasar de curso.

¡Cuánta irresponsabilidad!

Eso viene sucediendo desde hace mucho en nuestras escuelas públicas y privadas, pero luego vino el más terrible vendaval, arrastrado por una ridícula ola de esnobismos, que acabó con lo poco bueno que había de la vieja educación sembrada por el insigne maestro Eugenio María de Hostos: a eso se le llamó Plan Decenal.

Ese plan lo único que hizo fue fomentar el folletismo, el simplismo, el inmediatismo y la haraganería en el estudiantado, porque previó que todo viniera en un paquete. El Estado nos envía unos textos, por cierto mal concebidos didácticamente, y luego vienen unos sabios a darnos lo que le llaman pruebas nacionales, y así sólo hay que estudiar para esas jorobadas pruebas. Este imperio de irresponsabilidad está pasando frente a nosotros, querido Magistrado, y lo más penoso es que quien implantó ese ridículo modelo anda por ahí acabando con nuestro sistema educativo, despotricando. Yo lo denuncio ante el Tribunal de la Historia: se llama Lorenzo Guadamuz, y no se de cuál encabronada región ha venido a perturbarnos. Es así como llegamos a las aulas universitarias con una anemia intelectual y mil vicios de formación que fermentan nuestros cerebros. ¿Son culpables los profesores universitarios o nuestras escuelas de derecho? No, todos somos los culpables, porque los profesores de derecho han sido víctima de este mismo sistema.

¿Usted sabe lo que me sucedió en una aula de la Escuela de Derecho?.. Pues bien, sucede que en la materia llamada Traducción de Texto Jurídico II hice todos mis trabajos y no falté a una sola clase, y cuando viene el reporte aparece una penca F.

¿Qué terrible para mí fue aquello? Esto pudo haber causado un escándalo, pero actué con resignación y sólo atiné a llamar a la profesora por teléfono y cuando comencé a hablarle en francés me llevé otra desagradable sorpresa. Vamos a dejarlo ahí.

Yo, que estoy observando desde adentro le puedo decir que se hace urgente un cambio profundo en este sistema, que es un sistema fracasado. No puede ser que a todo el que se le antoje estudiar derecho, sin tener esa vocación, venga a inscribirse en una Escuela tan delicada.

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