Tierra alta
Los caNinos de Papá Viejo

Tierra alta <BR><STRONG>Los caNinos de Papá Viejo</STRONG>

PASTOR VÁSQUEZ
ceyba@hotmail.com
Cuando Papá Viejo inició su viaje sin retorno hacia el infinito en aquella remota tarde gris en que las lauras surcaron los cielos de Sierra de Agua para anunciar la mala noticia, los perros de Papá Viejo cruzaron la barrera de otro destino.

Poco tiempo después de aquel aullido de lealtad que conmovió la sensibilidad italiana del tío Fausto de Papua, a quien había visto llorar detrás de los girasoles al llegar el alba, los perros de Papá Viejo trajeron un hálito de desilusión en la conmemoración de la centuria.

Parecía que a nadie le había importado tanto la muerte del viejo general de división como a aquellos animalitos que fueron sus fieles compañeros en sus días de peregrinaje y soledad.

Ni a los nietos que buscaban la herencia, ni a los hijos que recriminaban la vida vagabunda del viejo refunfuñón que una vez dejó sola a Mamá Vieja para buscar aventuras en los puertos de Saint Thomas, ni a los biznietos que destruyeron el jardín en aquella noche de velatorio, ni a los tataranietos venidos de distintos países que no entendían por qué tantas ceremonias para un viejo de quien sólo habían oído hablar remotamente, ni a los vecinos, ni a los hermanos, ni a los tíos, les importó tanto aquel viaje hacia la eternidad.

Los perros aullaron tan lindamente, todos al unísono, colocados frente a la casa verde, que las personas pensaban que los animales se comunicaban con su dueño desde el más allá.

El cadáver de Papá Viejo estaba en el centro de la sala con un anacrónico traje militar y a su alrededor estaban los tantos y tantos hijos, en incómoda ceremonia rezando por su alma, y afuera estaban esos perros con esa triste melodía que hizo brotar las lágrimas del tío Fausto de Padua.

“!Mio Deus, Mio Deus, Mio Deus! Son aullidos de perros, son aullidos de lealtad”, había gritado el tío Fausto de Padua, detrás de los girasoles, con su rostro iluminado por los primeros rayos del sol y los lentes mojados por unas lagrimitas europeas que a muchas personas les parecieron de barata cursilería.

Después, el mismo tío Fausto de Padua habría de mandar al carajo aquellas lágrimas sentimentales, aquel elogio a esos caninos fanfarrones, cuando pasó lo que mucha gente esperaba que iba a pasar.

Papá Viejo dejó a su muerte 14 mulas pardas, 37 caballos, entre pintos, negros, blancos y coloraos, 70 cabezas de ganado, 40 marranas paridas y un barraco.

Además, dejó una simbólica jauría que durante mucho tiempo le siguió los pasos camino de la sierra. Y se dice que a esos caninos Papá Viejo les contaba los secretos de su legendaria existencia y les narraba episodios de su vida bélica de los días de la montonera, las maniguas y esas vainas de las guerras civiles.

Entonces, luego de llevar el cadáver al cementerio del pueblo, los caninos de Papá Viejo tomaron otro rumbo. Nadie los vio jamás llegar a la casa de Mamá Vieja para terminar con la ceremonia fúnebre.

El perro pinto se fue con un hacendado de Boyá, el perro prieto se fue con el tabaquero de Cruz Verde, el perro colorao se fue con el alcalde de Guayubín, el perro jabao se fue con un caminante de Sabana de la Mar, el perro jorobao se fue con el santero de Chirino, el perro blanco se fue con una bruja de San Juan, el perro chocolate se fue con un potentado de Bayaguana, y así…

Después, el tío Fausto de Padua lloró de nuevo, pero esta vez de rabia, mientras apretaba con su mano derecha el capullo de un girasol, el día en que celebraron el centenario de Papá Viejo y no vio acercarse por allí a ninguno de los caninos.

Escrito bajo los cielos de Bayaguana, una noche de soledad.

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