Tierra alta
Misterio en Caña-La Seca

Tierra alta <BR><STRONG>Misterio en Caña-La Seca</STRONG>

PASTOR VÁSQUEZ
ceyba@hotmail.com
Horas antes estábamos casi en el “umbral de las ondas sonoras”. Sólo se escuchaba el cantar de los pájaros en las copas de los árboles. Los niños, agotados, tras una jornada de juegos inocentes, dormitábamos en la enramada de cana.

Luego, sonó el pito del ingenio, que anunciaba la hora diez. Y a lo lejos, en la casa de ladrillo, con su interior de caoba, Sandro de América vino a completar el rito en el gramófono de la viuda Carbonel. Esa era su hora de romance y después venía esa copa de vino, en honor a su difunto esposo.

La noche seguía tranquila, como en un reposo celestial, y el mundo estaba tan oscuro que no se podía ver ni el barro marrón del camino real; pero en la estancia de la viuda Carbonel todo estaba claro.

El patio estaba alumbrado con un gigante farol de aire que daba una luz amarillenta y que se reflejaba en los árboles y en la grama, como si se tratara de una cinta cinematográfica. En el centro estaba esa casa legendaria, de dos niveles, con esos ladrillos barnizados, una galería que daba la vuelta completa y arriba un balcón similar.

En la galería, mirando siempre para el cruce de camino, por la ruta que da al Central Azucarero, se sentaba la viuda Carbonel, con su estilo de dama inglesa y su vestido rosado, que se veía morado con el amarillo de la lámpara, y su collar de raras perlas, que parecían bolitas de corozo.

Mi madre acostumbraba a dejarme allí cuando se dirigía a su trabajo en el Dispensario y al caer la noche me pasaba a buscar y los demás chiquillos se ponían tristes al verme partir.

“¡Que pase la señorita! Cuidado con la de atrás, que tiene las orejitas igualitas que un alcatrá, traca, tra, traca, tra…”. Y, “¡Por aquí pasó Solimán, míralo donde va, Solimán… Arroz con leche, me quiero casar, con una viudita de la capital, que sepa tejer, que sepa bordar, que lleve la aguja a su mismo lugar…!”.

O, “¡Allá, allá, en Villa Mella, hay un chinito de guerra, el que defiende esa guerra, con la mirada lo matan, con la mirada lo matan…”.

La viuda Carbonel nos enseñaba palabras en italiano y francés. Cuando escuchaba esas vocecillas pronunciar esos extraños idiomas, sonreía de satisfacción, dejando ver esos envidiables dientes blanquecinos. Era de ojos canelos, piel de bronce y de alta estatura. Rondaba entre los 35 y 36 años.

Muchas veces entristecía cuando los chiquillos nos quedábamos observando el retrato en blanco y negro de un hombre a caballo, con sombrero blanco, revólver al cinto y con un bigote mexicano que mostraba el orgullo de su fuerza juvenil. Era Enrico Carbonel, quien murió en una tragedia de la cual ahora mismo no puedo recordar.

Pues esa noche, cerca de los misterios de estas tierras cañeras, la melodiosa voz de Sandro de América llenaba el espíritu de la viuda Carbonel, cuando ese auto Chevrolet del 55, que venía de la ruta de Caña-La Seca, vino a estrellarse contra el bajo muro de la propiedad. Del auto salió un hombre moreno, de unos 50 años de edad. Iba corriendo y de repente se hincó a los pies de la viuda.

“Me ha salío una cosa mala, Doña, ayúdeme, ayúdeme, por favor…”.  Corrió gente. Al hombre le dieron a oler ajo, anamú, y seguía delirando, con una fiebre bien alta. Doña Claudina, la partera del batey, aconsejó que no lo dejaran hablar, pues si decía lo que vio se quedaba allí mismo. El hombre comenzó a dormir profundamente, y después lo único que yo recuerdo de aquellos días borrosos es que mi padre contó cómo el hombre corrió despavorido a su auto y lo puso en marcha, cuando despertó antes de salir el Sol y, al preguntar  dónde estaba, la viuda le explicó lo que había pasado.

Después llegó la noticia de un accidente en el puente sobre el río Ozama, donde le llaman El Puerto, entre San Luis y Mata Mamón. Nunca se supo qué fue lo que vio el hombre.

Batey Verde, Sabana Grande De Boya, Navidad de 1989.

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