Tierra alta
El otro pito del tren

<STRONG>Tierra alta<BR></STRONG>El otro pito del tren

PASTOR VÁSQUEZ
ceyba@hotmail.com
www.ceyba.blogspot.com
El viejo Camile Doré despertó al pueblo con un delirio estrepitoso, el 12 de enero del mil novecientos setenta y pico ………(he aquí que pido disculpas a la posteridad por haber olvidado tan importante fecha).

Eran las tres de la mañana, por lo menos así marcaba el viejo reloj de Mister William.

“¡Ha estado aquí! ¡Es el tren de medianoche!”, gritaba el viejo inglés, en un español estropajoso.

Unos minutos después, la gente estaba despierta con jachos encendidos, con escapularios, crucifijos, ramitas de anamú, agua bendita y las Sagradas Escrituras.

El pueblo estaba bien alborotado, pero no más que el viejo Camile Doré, quien andaba como loco, con un jarro de incienso largando un humo que se confundía con la neblina de la oscura madrugada.

Nadie se atrevía en esas condiciones a bajar hasta donde estaban los rieles del tren, pero el viejo Camile Doré, pronunciando palabras espirituales en inglés, cruzó a toda velocidad los predios del molino de viento.

“ Hear my train, my God! ¡My God, come here, mi God. God bless you, my train!”.  El viejo Camile Doré se perdió en la oscuridad, en medio de la neblina, por la ruta del ferrocarril.

Desde la tragedia del Coleman, en su travesía hacia Saint Thomas y Saint Kiss, el viejo Camile Doré, que entonces no pudo hacer el viaje por una fiebre extraña que padecía, se quedó viviendo en esta isla con un sopor de melancolía y soledad. Lloraba en silencio y recogía sus lágrimas en las páginas de una vieja Biblia anglosajona cada tarde y cada noche después de sus labores en el central azucarero, y ni siquiera la vieja Toña, ni la negra Martina, que lo había llenado de amor y de hijos, habían podido calmar su dolor.

De vez en cuando el viejo Camile Doré se quedaba mirando hacia el horizonte. Su vista se extraviaba en los montes, por el Sur, como queriendo descubrir el mar en esta lejanía mediterránea, en esta profundidad de la isla, para buscar la ruta de su querida Saint Thomas. En el Coleman habían muerto los maquinistas del central y después corrió el rumor de un jorobado tren que andaba a la media noche con un tétrico pito de espanto. Se dice que el tren solo se sentía los viernes de quincena y que Camile Doré era el único que había podido verlo de frente sin desmayarse, pues los negros de Saint Thomas, que funestamente viajaban en el misterioso aparato, lo saludaban con simpatía y pelaban sus dientes grandes y blancos mientras parecían decirle: “todavía no, viejo Camile, no yet my friend Camile, todavía no, caray”.

Camile Doré murió una triste tarde, sentado frente a su jardín, mientras su mirada palidecía de melancolía, en el momento en que el guardia-campestre Manuel Díaz pasaba por el Camino Real y lanzaba un saludo sin retorno. “Buenos días, Don Camile,  ¿Cómo le va este día?”, y Manuel Díaz, ataviado de caqui, montado en su caballo, con el sombrero retirado de su cabeza canosa en señal de respeto y con su revolver al cinto, espera que aunque sea Don Camile Doré le contestara:

“Bien, estoy, very good, garcies a my God”, pero nada, porque ya Camile Doré se había ido, con su nostalgia hacia Saint Thomas se había marchado.

Y ese día del que les había comenzado a contar lo que esta noche estoy contando, Camile Doré llevaba también un farol en la mano derecha y en la otra el jarro de incienso. Era un farolito de kerosene, de esos que usan los maquinistas de los ingenios para dar las señales al vigía y a quien se atraviese en el recorrido por el ferrocarril azucarero.

La gente comenzó a correr a la Iglesia, mientras el santulario de Cruz Verde, que esa noche había encontrado posada en la casa de la doctora Ceferina, lanzaba al camino real un zumo de calibolato, con un vaho infernal, dizque para espantar a los muertos en pena.

Cuando comenzaban a asomar los primeros rayos del sol, ya Camile Doré venía llegando al pueblo, con el farolito apagado. Estaba cansado, decepcionado, triste, acabado, cabizbajo, frustrado. La gente después dijo que el viejo Camile Doré había llegado hasta el Puente Rojo para  alcanzar el misterioso tren donde iban las almas en pena de sus paisanos que habían muerto en la tragedia del barco inglés.

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