Tierra alta 
Errante

Tierra alta <BR><STRONG>Errante</STRONG>

PASTOR VÁSQUEZ
ceyba@hotmail.com
Hacía mucho que no sabía de ella. Se había perdido como una estrella fugaz en el espacio sideral, sin rumbo en sus mundos llenos de sueños y decepciones. Infancia feliz aquella, perfumada por el olor de los guayabales, el sabor virginal del jicaco, tocada por la frescura del río Toza, ambientada con la danza de los ramales en otoño, el cantar jactancioso del gallo pinto y el cántico cándido del ruiseñor en la primavera.

En la escuela siempre fue la mejor, en sociales, en naturales, en lengua española y educación cívica, pero nunca fue buena para las matemáticas, la física y esas vainas…

Así fuimos creciendo, junto con el avance del mundo, con el cambio de los tiempos. Atrás quedaban las pascuas juveniles de la iglesia católica, el compás de blue en la vieja guitarra de Lorenzo, porque entonces todos queríamos tener un millón de amigos para así más fuerte poder cantar.

Atrás también quedó el teatro, el drama personificado por esa juventud ilusa, que proclamaba el advenimiento de un nuevo mundo en los ideales del Che Guevara y en el ejemplo del sacerdote Camilo Torres. Se desplomaron como castillo de arena las ilusiones encontradas en la filosofía de Carlos Marx y Federico Engels.

Y se fue la prima por esos mundos, con su belleza juvenil. Se fue quien sabe dónde, en un momento de rabia y desesperanza. Dijo que jamás volvería. “Eran cosas de la juventud, primo, pero seré revolucionaria aunque sea la última que quede en este mundo de injusticias”.

– Tal vez ella anda de artista en España o en Francia.

– No, mi compadre, demasiado mujer para hacer de artista, seguro se casó con un jeque árabe y ahora tiene los millones de Chanflin.

– No, señores, era demasiado ilusa para andar buscando millonarios, esa mulata de ojos canelos tal vez se metió a monja o anda en una de esas religiones raras, porque para vainas extrañas había que buscarla a ella; pero cuidado, compadre, si cayó en algo raro…

– ¡No vuelva a decir eso, coño, que gente de tanto principios y tan buena familia como ella, no caen cosas…

Y así ella dejó, en el sopor de la decadencia de los sueños, un fardo de conjeturas hasta que el tiempo logró disipar los rumores de la aldea.

Ahora estamos de frente. Su abundante cabellera, color de oro, está liada en un lápiz de carbón, tiene una bata de dormir y en su anular izquierdo lleva el anillo de la Universidad Autónoma. Detrás, está el mar. Sus olas golpean las cortinas del balcón del hotel.

Me ha convocado a una hora insólita, sólo concebida, para poetas y cantores. Todavía la ciudad no despierta. Un pedazo de luna se aleja triste encima del mar, para darle más lueguito paso a los rayos mañaneros del Sol, y yo estoy allí, con una dama lejana, distante, perdida como una pabeza, casi imaginaria, irreal. Ha llegado después de tanto tiempo, echa poesía. ¿Será la misma? ¿Habrá claudicado? ¿Habrá olvidado sus ideales?

En la mesa del café tiene un libro de poesía de Amado Nervo. Yo lo observo y ella me recita un párrafo sin tomar el libro:

 Cada rosa gentil ayer nacida,
cada aurora que apunta entre sonrojos,
dejan mi alma en el éxtasis sumida
nunca se cansan de mirar mis ojos
¡el perpetuo milagro de la vida!

Me contó su vida peregrina. Había estado en Rumanía, luego pasó a Lisboa. Vivió en España, anduvo por Bélgica y ahora está en París. Es una ciudadana del mundo y ha vuelto por unos días a refrescar su nostalgia.

“¡En el mundo hay seres especiales, que viven de verdad!”

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