Tierra Alta
LA CRUZ DE CEIBA VIEJA

<STRONG>Tierra Alta<BR></STRONG>LA CRUZ DE CEIBA VIEJA

PASTOR VÁSQUEZ
ceyba@hotmail.com
www.ceyba.blogspot.com
Por los rumbos de Ceiba Vieja había un bosque lleno de todo tipo de árboles tropicales y rodeado de un sembradío desordenado de caña brava. En medio del bosque había un claro, sembrado de hierbabuena y flor de mantequilla.

La grama era como de un verde limón y lucía bien cuidada, con un crecimiento uniforme. A mí me parecía que alguien iba de vez en cuando a podarla, pues no podía entender cómo en la soledad de los montes se mantenía todo aquello como estaba.

Cuando nosotros nos aventurábamos fuera del pueblecito, nos íbamos a buscar pomos y caña blanca en la profundidad de Ceiba Vieja, donde se decía que estaba ubicada la comunidad en la antigüedad y que luego fue trasladada a donde está hoy por culpa de una plaga de mosquitos.

Aquello parecía un antiguo fundo de los que quedaron cuando hubo el éxodo del centenario. En  medio del fundo había una cruz hecha de cemento, pálida, olvidada, solitaria, triste, pero firme y fuerte como el mismo bosque, el cual había resistido el embate de todos los huracanes, desde Eloisa hasta Flora. El bosque había resistido también el paso del ingenio azucarero que lo convirtió todo en producción de caña para el azúcar que iba allende los mares.

En la cruz había una leyenda: Aquí murió Celio Flores, un hombre que murió por lealtad, Q.E.P.D, don  Celio Flores.

No sé por qué, cuando los chiquillos andábamos por esos rumbos, desafiando todas las supersticiones y las historias que daban cuenta de espantajos y machombas que supuestamente allí habitaban, yo me quedaba mirando mucho rato aquella leyenda, como queriendo descubrir más sobre ese tal Celio Flores, que murió por lealtad.

Y un día le pregunté a Papá Nicolás quien era ese tal Celio Flores. Él estaba haciéndose el dormido en su mecedora, con su sombrero cubriéndole el rostro. Era enero y el frío de la Navidad todavía rondaba los pueblos insulares.

El viejo se incorporó  de súbito cuando oyó aquel nombre que parecía salido de los infiernos.

“¿Qué dices tú, chiquillo?”.

Me asusté. No sabía qué pecado  había yo cometido. El viejo estaba frente a mí con los ojos desorbitados y su sombrero en la mano derecha.

“¿Dónde escuchaste tú hablar de eso, por dónde andabas hoy? ¿ O es acaso qué…?

El viejo tragó en seco y allí quedó cortada una expresión que me dejó lleno de angustia y de ansiedad. Papá Nicolás volvió a su mecedora e hizo creer que había recuperado el falso sueño y yo seguí allí, impaciente, con mis  ocho años de edad desafiando una curiosidad que ya quemaba mi infante cerebro.

De repente, el viejo comenzó a hablar por debajo del sombrero, sin moverse de la mecedora:

“Ese sí era leal, muy leal, caray, como hay pocos en los días de hoy. Cuando traicionaron al presidente Ulises Heureaux, llamado, Lilís, el coronel Celio Flores sufrió como si le hubiesen matado a su mismo padre”.

El viejo hablaba con su sombrero, en voz baja, y había mencionado ese nombre raro, presidente Heureaux, y eso abrió aún más mi curiosidad, porque Papá Nicolás hacía unas desesperantes y profundas pausas como quien está tomando aire para hilar los recuerdos.

“Según cuentan, Celio Flores había luchado al lado del presidente Heureaux en todas las guerras, desde la Restauración hasta la campaña contra Cesareo Guillermo, y después se hicieron compadres. Celio Flores era rico, muy rico, y todas estas tierras eran suyas. Dicen que el Presidente lo visitaba a caballo en horas de la noche”.  “La desgracia de Celio Flores comenzó el día que corrió la noticia de que habían asesinado al Presidente. Él estaba en una gallera cuando le avisaron. Corrió a su caballo, fue a su casa y buscó las armas que usaba en sus tiempos de militar; se puso su traje de guerrero y salió hacia el Cibao por la ruta de Yamasá. Durante meses no se supo más de Celio Flores. Se decía que lo había asesinado el grupo de Mon Cácares y Jacobito de Lara y otros decían que se había ido en un barco inglés”.

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