Tierra alta
LOS RASTROS DEL CABO CABA

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PASTOR VASQUEZ
ceyba@hotmail.com
Una noche, cuando yo acompañaba a Papá Nicolás en el acarreo de unos animales por los predios de Antón Sánchez, fuimos a dormir a la casa de una prima de mi abuelo que, si mal no recuerdo, se llamaba Pura de Los Ángeles.

Antón Sánchez está en los confines de Monte Plata, en la misma ruta de donde le dicen Majagual, y Papá Nicolás contó que en esos montes infinitos vivió una vez un hombre que le llamaban el “Comegente”, que era más malo que el mismo demonio.

“Sí señor, el Comegente salía de noche a comerle los senos a las mujeres y a los hombres les sacaba los intestinos”, contó el abuelo con una solemnidad que daba escalofríos.

Estábamos en una enramada de yagua.  Detrás de la lámpara humiadora se veía el rostro pálido de la Tía Pura. 

En un pilón tendido en el piso de tierra, dos campesinos fumaban tabaco y mi abuelo, con su porte de general de la época de Horacio, dijo que el Comegente fue vencido por el gran salvador San Antonio de Padua, quien lo sorprendió en un camino cuando iba a cometer otra de sus hazañas y lo colgó de una ceiba centenaria.

“El demonio se volvía un cerdo, porque tenía oraciones”, dijo el viejo.

  A mí se me pararon los pelos.  Entonces miré alrededor y sólo estaba la noche negra, adornada por unos pomos que zumbaban como si viniera un ventarrón.

“Esa se llama la oración de la Santa Camisa, primo.  Con esa oración la gente se convierte en galipote y también en zángano.  Aquí vivió un hombre en los días de la guerra, que le llamaban el Cabo Caba que era galipote”.

La Tía Pura de Los Ángeles, que pertenecía a la cofradía del Santo Cristo de Bayaguana, contó que el Cabo Caba se le fugó a la Guardia Nacional porque se negó a ir a un servicio y desde entonces las montañas de Monte Plata le sirvieron de madriguera.

“Donde le llaman El Cajuilito fue cercado por la patrulla, y cuando comenzaron a dispararle sólo vieron ese jumito que se levantó hacia el cielo.  Cinco guardias se malograron cuando comenzaron a tirar como unos locos”, dijo la vieja.

Contó que el Cabo Caba era tan buen tirador que ponía una naranja en la cabeza de una gente y luego disparaba y la tumbaba sin causarle daño al atronao voluntario.

“Una noche él estaba aquí, tomándose un café, porque el demonio era mi primo lejano.  Su rifle alemán estaba en sus piernas y la pipa en el suelo.  Entonces llegaron los rurales y yo entré a protegerme al bohío.  Sonaron los disparos.  Después me contó el Sargento que sólo vieron un gato prieto que se trepó por esos pomos”.

¡Ave María Purísima!

El día que mataron al Cabo Caba cayó más agua que cuando murió Lomo de Yagua y según contó la Tía Pura la gente vio correr por la cañada, durante horas, una cosa roja que parecía sangre.

“Porque resulta que a todo el mundo le llega el día.  Ese era el día del Cabo Caba.  Se la pasó bailando en la fiesta de Palo de los Figueroa y el alcalde ni caso le hizo.

 A prima noche iba borracho por el camino que lleva a Sabana Grande de Boyá y en un cruce de camino lo alcanzaron los rurales”.

“Fíjese que el borracho borra y como el borracho borra así borró el pobre Cabo Caba la oración de la Santa Camisa y por eso mataron al Cabo Caba.

Después el Sargento dijo que él tenía una bala preparada con una cruz y que esa fue la que mató al desertor. 

Por aquí se dijo que él estaba convertido en un cerdo cuando lo mataron, pero yo no creo esa historia, lo que pasa es que el Cabo Caba olvidó sus oraciones”.

¡”Enséñeme esa oración, Vieja Pura”!, vociferó uno de los campesinos.  Mi abuelo puso su rostro duro, se paró de su mecedora y ordenó al hombre que cerrara el pico.

 El intruso puso la cara como un gato barcino y con su sonrisita de limpia no escondió el rostro en su sombrero.

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