Tierra alta
PAPA VIEJO EN EL PELOTON DE FUSILAMIENTO

<p><span><strong>Tierra alta<br/></strong>PAPA VIEJO EN EL PELOTON DE FUSILAMIENTO</span></p>

PASTOR VÁSQUEZ
ceyba@hotmail.com
 Cuenta la leyenda familiar que durante toda su vida de guerrero y luego de caminante soñador y solitario Papá Viejo había sido perseguido por un bandado de lauras que olían el sudor de su yegua montonera.

Y no se sabe si las lauras seguían a Nandita, que así se llamaba la yegua, curtida en los asuntos conspirativos de remotas épocas, o al viejo general a quien la muerte lo acosaba y le sonaba la campanita desde el jodido día en que eligió la carrera militar.

Cuando los generales Perico Pepín y Alejandro Woss y Gil se levantaron en armas contra el presidente Horacio Vásquez en marzo de 1903, Papá Viejo andaba distraído, en asuntos de gallos y festines, en las tierras del Este.

La cosa se ponía gris en Santo Domingo, los insurrectos asediaban al gobierno y el presidente Horacio salió hacia el Este en busca de sus fieles.

Hasta Hato Mayor llegó un mensajero cansado y tembloroso a llevarle unas letras a Papá Viejo: “28 de marzo de 1903. General Matías, desde Santo Domingo llegan malas noticias, estos son tiempos difíciles, y debemos marchar por la patria. Lo último que supimos del presidente es que había salido de la ciudad en busca de refuerzos. No ha habido tiempo para más, voy rumbo a  la guerra, reúna sus hombres y nos encontraremos en la ruta. Suyo, Juan Zorrilla, general de División”.

Papá Viejo salió con su Estado Mayor a recoger hombres por todos los pueblos orientales. Iba turbado, colérico, ataviado de malos presagios. En la ruta ordenó sacrificar a todos los gallos bolos que encontrasen en los rancheríos, no importa que no fueran de peleas.

Se dice que por esa distracción Papá Viejo llegó a los combates cuando ya ardía el pueblo de San Carlos, en una noche fatídica de abril. Todo parecía el infierno penetrando por lo bajo de Santo Domingo.

La refriega había comenzado cuando el presidente Horacio, ya con los refuerzos venidos del Este trató de retomar la ciudad que ya había caído en manos de los sediciosos.

En medio del fuego de los cañones y el horror de los soldados heridos, Papá Viejo encontró al general Horacio cabizbajo, deprimido y turbado, no parecía el hombre que ayer fue, lleno de gloria y de energía.

“Esto se jodió, Matías, esto se jodió. Murió el general Juan Rojas. Las tropas de Perico Pepín no permiten el avance de los nuestros, perdimos, Matías, coño, pero hay que saber perder, hay que saber perder…Esto se compone de la gloria y del infierno, ayer nos tocó la gloria y hoy la derrota, Matías”.

Horas después, el general Horacio capitulaba para marchar a Cuba, lleno de pena y desolación, junto a su Estado Mayor. En los pueblos lejanos y en las periferias de Santo Domingo quedaban las madres y las esposas llorando por sus hombres muertos.

Los soldados leales, los grandes soldados, los humildes soldados, los hombres valerosos de corazón, pero sin fortuna, quedaban atrapados en una guerra que no era su guerra, y después de la guerra venía lo peor, porque estos hombres no podían asilarse en una embajada ni tenían la suerte de sus generales: marchar al exilio, como lo hizo el general Horacio.

Papá Viejo se negó a  montar en una embarcación y dejar a sus hombres allí, en un terreno peligroso, para que las huestes $ ANOT cp del general Perico Pepín hicieran con ellos tocinetas.

“No, señor, vaya usted que yo lo alcanzo, no dejaré así a mis hombres. Este es mi ejército y no lo voy a abandonar”.

-Vete con Dios, Matías- dijo con admiración y con pena el general Horacio en ese día penoso.

Y así marchó el general Matías Vásquez hacia su madriguera oriental, a tierras seguras, dejando atrás cientos de cadáveres, personas heridas, un pueblo incendiado, con niños y mujeres desamparados en las calles. Era una retirada difícil, peligrosa e inolvidable. Iba silencioso y lleno de pesares, cuando de repente un grupo de hombres armados de machetes y viejos fusiles lo interceptó cuando ya habían salido de Villa Duarte y tomaban un extraño trillo en ruta hacia Bayaguana.

Por primera vez en la historia, Papá Viejo ordenó a sus hombres no poner resistencia.

“!Es a mi que me quieren? Vengan por mí carajo, pues aquí terminará mi historia! Dejen ir a los hombres que son humildes campesinos, como ustedes, atrapados por los políticos y por una pendejada de guerra, déjenlo ir!

En medio de fanfarronas  burlas, la soldadesca dejó ir a los soldados de menor rango, que eran como cuarenta y capturó al Estado Mayor. Eran las 5:00 de una tarde de mucho viento. Parecía que iba a llover, pero el sol calentaba todavía tímidamente los caminos reales y los trillos.  Y he aquí a Papá Viejo amarrado como un Cristo en un algarrobo, sin su sombrero, ni su chamarra de cuero, que ya se la había rifado la soldadesca. Al lado estaban cinco de sus mejores hombres rezando una oración.

“!Dejen esa pendejada, coño”! Gritó el viejo, lleno de cólera. Ya lo iban a fusilar, cuando de repente vino una vaina zumbando de la montaña, parecían cosas del mismo enemigo malo.

La vaina se puso negra en el cielo y el zumbido era terrible en esa hora aciaga. “!Corran, corran, que este viejo está cogío del mismo demonio”, gritaban los soldados, en un vergonzoso desorden. Después llegó el coronel Sigilo Frías, que se había quedado atrás con veintiocho hombres ayudando a transportar a los heridos, y vio cuando las lauras perseguían a picotazos al enemigo, mientras Papá Viejo era ayudado a bajar de su gólgota por uno de sus fieles. Freeport, Bahamas, 1999.-

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