Tierra alta
Un hombre misterioso

<STRONG>Tierra alta<BR></STRONG>Un hombre misterioso

PASTOR VÁSQUEZ
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El tío Fausto de Padua comenzó a llorar detrás de los girasoles como a las 5:45, pocos minutos antes de que el ingenio pitara las seis de la madrugada, en momentos en que el mundo permanecía todavía entre claro y oscuro.

El cadáver de Papá Viejo permanecía en el centro de la sala de la gran casa verde, ataviado con un viejo uniforme militar, ya en desuso desde que los marines norteamericanos invadieron la isla de Oeste a Este, con el almirante William Carpeton  a la cabeza.

Los perros seguían aullando en los alrededores del jardín y Sierra de Agua parecía más bella que nunca.

Era casi Navidad y las montañas nos regalaban una brisita fría que se introducía en los huesos de la concurrencia y acariciaba las ramas de los flamboyanes.

Cuando comenzaba a asomarse la claridad del día, el tío Fausto de Padua seguía llorando y hablando cosas extrañas:

“Son aullidos de perros, son aullidos de lealtad, Mio Deus”.

La tía Pola Bello se le acercó cojeando y soportando sus casi doscientas libras en un báculo de caoba, que dicen había sido del general Ulises Heureaux.

“No llores más, Fausto, ¿no ves que me partes el alma? Deja ya eso, Fausto,  pues todos vamos para allá”.

La tía Pola Bello tenía los cabellos rojos y una personalidad férrea.

Mi abuela me contó que ella había viajado con el general Horacio Vásquez a Cuba cuando estalló el asunto de Alejandrito Woss y Gil, en 1903, y luego había peleado en la Guerra del 12.

Vivía la tía Pola en un lugar llamado Realidad, que está ubicado del otro lado de un río que, si mal no recuerdo, se llama Hoyón, en San Pedro de Macorís.

Yo la conocí en mi infancia. Era estrafalaria, con los dedos forrados de anillos y unas cadenas de oro que enrollaban su grueso pescuezo, unas botas de montunas y un puñal con cabo dorado.

Una noche llegó a casa de mi abuela y contó que con ese puñal se iba a llevar de paro a Aleandrito Woss, cerca de San Carlos, pero que el hombre se le salvó a tablitas cuando tuvo que acudir en auxilio de Papá Viejo, que había sido rodeado por unos bandidos de las fuerzas sublevadas.

¡Qué personaje era la tía Pola!

Después que pitó el ingenio, el tío Fausto de Padua lloró aun más, pues los perros cambiaron el ritmo de su aullido por una melodía que a la concurrencia le pareció sacra.

Y en ese momento un misterioso hombre, negro, con un traje militar azul, de rayitas rojas, seguido por dos asistentes similarmente ataviados, cruzó la cerca de la propiedad de los Vásquez.

La tía Pola dejó de echarle fresco al desconsolado Fausto de Padua y le retornó el sombrero italiano a la cabeza blanquecina.

“¡Mi Dios!”, exclamó la tía Pola, cuando vio a aquel hombre, egregio, negro, bien negro. Tenía espada al cinto y no llevaba pistola.

Desde que comenzó el sepelio se comentaba que el Gobierno enviaría  una comisión militar que lanzaría veintiún cañonazos en honor a quien fue toda una leyenda para las tierras del Este desde los días antes de caer asesinado el general Lilís.

Al sepelio acudieron muchas personas extrañas, incluidos hijos que el General había dejado en sus andanzas guerrilleras y que Mamá Vieja no conocía.

El hombre negro, vestido de militar, saludó con porte marcial a la tía Pola y ella lo encaminó hasta donde estaba Mamá Vieja.

El hombre, que tenía un diente de oro, le entregó una cajita a la viuda y de inmediato se puso en guardia frente al féretro.

Allí permaneció hasta que partieron con el cadáver rumbo al cementerio.

Después, de esa tarde sólo recuerdo cuando el tío Fausto de Padua partió en su burrito, dejando atrás una borrasca de tristeza y melancolía.

 Todavía cuando me acuerdo de aquello me da pena el tío Fausto de Padua.

Y de aquel militar que vino a los funerales de Papá Viejo jamás supe, porque la tía Pola Bello se llevó el secreto a la tumba.

La Haya, Holanda, mayo del 2007.-

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