Tierra alta
Una ruta con Alginatho

<STRONG>Tierra alta<BR></STRONG>Una ruta con Alginatho

PASTOR VASQUEZ
ceyba@hotmail.com
A mi amigo Leo Reyes, él partió mientras yo andaba por esos rumbos, extraviado por mares extraños, y no tuvimos tiempo ni a un Adiós, ni a un hasta luego… Iba de Madrid a la región de Galicia y por esos rumbos me acompañaba mi entrañable amigo Alginatho.

Iba triste porque horas antes mi esposa me había llamado para decirme: “Oye, negrito, te tengo dos noticias, una buena y una mala”.

“Suéltame la mala, a ver si la buena luego alivia el pesar que me dejará esa mala nueva”, le he dicho, sin saber lo que esperaba.

“¡Se ha muerto tu amigo Leo Reyes!”.

A partir de ahí quedé mudo y sordo. No pude escuchar más, ni tampoco pude seguir probando del almuerzo  que hasta ese momento disfrutaba en un restaurante  índico, en el centro de Madrid.

Después, iba en ese autobús, atravesando la mitad de España, por la ruta del Mar Cantábrico, y allí me acompaña la tristeza y el recuerdo del amigo que se marchó tan de repente, del amigo que venía con frecuencia a quedarse con nosotros en la Embajada, cuando quería realizar un trabajo periodístico.

También iba conmigo Alginatho. El me acompañó a todas partes, en mi viaje a Europa. Fue conmigo a Francfurt, sin visa, sin ticket de avión. Se coló sutilmente, como lo haría en ese mundo imaginario en que vivió. Llegó a Hamburgo sin decir “Guten Tage”, sin dar los buenos días, y después  siguiéndome los pasos cuando intenté cruzar la frontera con Dinamarca.

Me lo encontré luego en Holanda. Lo vi, con el peso de los años, y abatido por sus tribulaciones, cuando me decía: aquí estoy, estaré contigo durante el viaje.

Escuché su voz, como la voz de los sabios a Job en sus tribulaciones: “Huye, escapa, escóndete en la máscara de la vida, y no salga de allí por los siglos de los siglos”.

Una muchacha gallega vio mis lágrimas cuando saltaban a la página 659, en el momento en que leía el consejo de la amante trigueña a Alginatho:

“Vamos Alginatho, busquemos la luz. Huye, amado mío, como la gacela. Huye por los montes de las balsameras”.

“¿Qué cosa tan conmovedora lee usted, señor? Y entonces le dejé deslizar el libro en sus delicadas manos y comenzó a leerlo con deseos de retenerlo para siempre.

Entonces, le dije: niña, ese es Alginatho y no puedo viajar sin él. Ella me lo devolvió con pena y preguntó: “Dónde puedo yo adquirir un ejemplar de ese”.

“En República Dominicana”, le dije secamente. “Es de un gran escritor dominicano, llamado Haffe Serulle, y seguí mi ruta con Alginatho.

“Los Manuscritos de Alginatho” es una novela fuera de serie. Creo, que con esta obra, Haffe Serulle se coloca entre los grandes de la literatura universal.

Cuando uno recorre el libro, va penetrando a un mundo de intrigas, de debilidades, a una teatralidad moral y teológica que nos transporta a los días del tristemente célebre Concilio de Verona de 1183, en el que se estableció la Inquisición, como la figura jurídica más terrible y abusiva de la historia.

Para mí Alginatho es rebeldía, es una lucha permanente contra Tomás de Torquemada y su mundo de falacia e intolerancia.

Creo que es el más espantable y tenebroso grito contra los convencionalismos teatrales de una institución que se resiste al cambio.

Alginatho vive un mundo de fantasías, de imaginación, que lo mantiene alejado de una realidad cruda y desesperante. En el mundo de Alginatho las cosas son, unas veces, como él quiere que sean, y otras veces son como suceden en la realidad de la vida, una vida que le ha sido cruel. Alginatho es un sacerdote que ha vivido desde niño una vida de contradicciones.

De una parte tiene a un viejo amigo, el peletero, que se rebela contra todo principio religioso, y de otra parte tiene a un obispo, débil ante los vicios de este mundo, pero que se esfuerza en aparentar una vida sacra frente a los alumnos. Alginatho va en una búsqueda  por descubrir su pasado, por encontrarse con su propia realidad, por saber quien era su padre y qué sucedió con su madre, supuestamente encontrada asesinada junto a un sacerdote, que se dice era su amante.

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