Tierra amarga

Tierra amarga

Caius Apicius
MADRID, (EFE).-
No deja de ser curioso: los cocineros de vanguardia dicen buscar los sabores originales de cada cosa, pero al mismo tiempo tratan de forzar y desfigurar la textura original de los productos que utilizan en sus platos. Lo consiguen, todo hay que decirlo.

Un determinado alimento, sea vegetal o animal -el único mineral que comemos es la sal- tiene unas características propias, eso que llamamos ‘caracteres organolépticos’, que son, en principio, su color, su aroma, su sabor y… su textura. Olvidemos de momento los tres primeros y quedémonos con el último: la textura.

Es algo muy fácil de alterar, pero es igual de fácil respetarla. Basta un punto de cocción demasiado breve, o demasiado largo, para que esa textura no sea la que uno esperaría en principio. Dejemos para otro día el uso de ingredientes procedentes de la industria alimentaria -espesantes, gelificantes y demás ‘antes’- que nos invaden al parecer inevitablemente, y vayamos a esos puntos.

En una verdura, es importante -mucho- el color. Bueno, no suele haber demasiados problemas para mantenerlo. En cuanto al aroma, todo huele a algo: el problema es que huela a lo que debería oler, y sepa a lo que debería saber. Pero justamente en el tratamiento de las verduras es donde más se juega con la alteración de las texturas.

Voy a proponerles hoy un juego con espárragos naturales. Lo más frecuente es comerlos cocidos en agua. Bueno, se trata de cocerlos de manera que queden más bien ‘al dente’, ni duros ni blandos. No hay problemas: usted pone agua -con sal- a hervir, cuando hierve pone los espárragos, una vez pelados de la yema hacia abajo, y en unos diez o doce minutos, dependiendo del grosor, estarán.

¿Jugamos?. Reserven ustedes un espárrago -estoy hablando de los blancos, naturales- por cabeza y, con el mismo pelador con el que han raspado todos, córtenlos a lo largo en láminas y métanlos en un cacharro con agua y hielo, para subrayar la textura crujiente. Ya está el juego de texturas: distribuyan las láminas de espárrago en los platos, pongan encima los espárragos cocidos, rocíenlos con un hilo de aceite virgen, añadan un poco de sal marina y… ya.

¿Ya? Pues no. El espárrago, silvestre o cultivado, tiene dos características claras: un cierto sabor a tierra -si es blanco es porque está cubierto por la tierra y no ha tomado color- y un punto muy notorio de amargor, que se puede corregir añadiendo un poco de azúcar al agua en que se cuecen.

   Pero ahora la moda es realzar el sabor a tierra. ¿Cómo? Pues encareciendo el plato por el sencillo sistema de añadirle, como decoración, unas láminas de trufa. Sinceramente, no me parece un gran invento. Sobre todo porque la trufa que suele usarse para estos menesteres no es ni la negra (Tuber melanosporum) ni la carísima blanca (T. magnatum), sino la trufa de verano (T. aestivum), que saber a tierra sí que sabe, pero oler a trufa huele poco.  Hombre, queda bonito, eso sí, sobre todo si usted decora el plato con unos brotes germinados de espárrago, o de otras verduras. Hacen bonito y, lo que es saber, saben poco o, si saben, contrastan bien. Pero ya ven que aquí se trata de subrayar un sabor que, normalmente, se evita: el de la tierra. Y tanto el espárrago cultivado como la trufa son seres subterráneos, uno por el trabajo humano y otro porque así es la trufa. La verdad es que la combinación no es para nada desagradable, pero hay que reconocer que es innecesaria… sobre todo si a usted le gustan los espárragos al natural.

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