Resulta interesante que el origen de la palabra policía parte del latín politia y éste del griego politeía, que significa derecho de los ciudadanos. En diccionarios y enciclopedias recientes encontramos que el término también se refiere a cortesía, urbanidad, consideración en el trato y las costumbres.
Durante la Edad Media y albores de la Edad Moderna, el concepto de policía acabó de perder las nobles obligaciones originarias para entregarse al poder omnímodo del señor feudal, dedicándose a mantener el orden y la seguridad de todos los súbditos que se hallaban bajo su jurisdicción.
La deshumanización policial, como la deshumanización de la gente, crece con mayor facilidad como si fuese hierba maldita en tiempos de odio.
Se trata de la ambición desmesurada y la impudicia permisiva de las altas autoridades, en aras de cuidar, confirmar y acrecentar su poder, sin que cuente lo malo o bueno que sea.
Un cruel jefe policial puede resultar tan brillante como lo fue Fouché, quien durante la Revolución Francesa favoreció los horrores de los jacobinos y como Jefe de la Policía con el Directorio creó un enorme cuerpo de informantes.
Supo pasar airosamente de servir al Rey, como luego a Napoleón Bonaparte que lo llenó de honores, por su colaboración con el golpe de estado. A la caída final de Napoleón retornó al servicio del rey Luis XVIII.
Era una brillante versión de lo que los dominicanos llamamos el corcho, que siempre queda flotando.
Pero Fouché era uno.
Irrepetible. Ni siquiera Himmler, Jefe de Policía nazi se le acercó ligeramente en cuanto al astuto, artero y tortuoso manejo exitoso de la política. Y es que el triunfo no se logra sólo ordenando muertes y permitiendo horrores.
Aquí, Trujillo fracasó por ordenar asesinatos y torturas que en otros años de mayor lucidez mental había sabido mantener bajo frío control, entendiendo que esos, dosificados, son medicinas de subsistencia. El mexicano Porfirio Díaz decía que había que mantener un equilibrio en la política de Pan y Palo. No es que eso esté sucediendo aquí, pero existe un indudable e inocultable desorden en la Policía Nacional, que se ha delincuenciado hasta extremos enloquecidos.
Cada vez lo siente uno con mayor crudeza expansiva.
El asesinato del joven Abraham Ramos Morel, de 23 años, realizado por una patrulla policial que ordenó al joven que se detuviera en un punto nocturnal oscuro, y él procedió a disminuir la moderada velocidad que llevaba para llegar a un espacio más iluminado, a la vez que demostraba su propósito de obedecer la orden y detenerse.
No obstante, lo asesinaron.
Ahora se trata que encontrar un agente policial, asusta.
Un hombre mal nutrido desde su infancia, ineducado, ambicioso, rodeado de boato ¿puede acomodarse a un sueldo miserioso y a formar parte minúscula del cuerpo menos exigente en calidad humana? ¿No entran allí mayormente los desesperados, los menos capacitados para cumplir con las exigencias del mundo laboral de hoy?
Así no se puede tener una policía.