Todavía Amo al Sur

Todavía Amo al Sur

 RITA DE MOYA DE GRIMALDI
«Por error» nací en la capital. Lo saben cuantos me conocen. Mi papá decía lo mismo. Aunque él nació en San Francisco de Macorís amó al Sur, también. Al pasar el tiempo los dos nos declaramos ser hijos auténticos del Sur. No sé que tiene de especial esta zona de nuestro país. Son miles de cosas las que nos llevaron a sentirnos como puros barahoneros.

Dios me dio la gracia de permitirme ver, a través de la magia de la vida, la luz de este mundo en 1965, un 5 de agosto. Ya en el 1971 me regaló el privilegio de pasar maravillosos días en un puntito del mundo: Barahona, al sur de la República Dominicana. No me cansaré de decir, aunque parezca tonto ya a mi edad, que guardo en mis recuerdos -como en cajita de cristal- los años más lindos y especiales que niña alguna pudiera haber disfrutado.

Todo comenzó cuando el Consejo Estatal del Azúcar (CEA) trasladó al ingenio Barahona a mi padre, el ingeniero civil Rafael Agustín De Moya Ventura. Fuimos a vivir allí en familia. Bastaron unos cuantos años (1971-1977) en el sur para no olvidarlo jamás. Aprendí a amar las tonalidades del bravo mar de la hermosa costa sureña y su ardiente sol, a reconocer la belleza en la aridez de esas tierras y los nobles sentimientos de su gente de las cuales conservo verdaderos amigos, ya considerados como familia.

Del Batey Central recuerdo la estructura imponente del ingenio, su entorno que hoy hace imaginar una película de fantasmas, la sabana con una absurda «reforestación», el muelle que en aquella edad de entonces me intimidaba, la casona americana donde vivíamos y que hoy -junto a las otras- se cae a pedazos, la fresca brisa que por suerte aún no puede ser comercializada, la presencia del todavía impresionante Curro, y el eterno ir y venir del mar.

Del pueblo: Inolvidable es mi Colegio Divina Pastora y las clases de piano con Sor Adoración. Reconozco que fue una bendición el que muchas veces mi madre me mandara al mercado con Virginia, la joven que nos cuidaba, con el previo y serio encargo de que me metiera en todos los charcos de lodo como para recordarme que yo solo era polvo y no se me subiera a la cabeza eso de ser «la hija del ingeniero», como me solían presentar. Famosos fueron los recorridos por sus calles con las amiguitas en horas de la tarde y las frecuentes fiestecitas a la cinco.

Me reservo muchas otras vivencias, con dulces y mágicos momentos, además del largo camino que se extendió a la isla Cabritos y un poquito más allá hasta pisar «tierra de nadie». Si sigo, mis queridos lectores, no termino. Hoy, sin embargo, aunque hago un breve recuento de mi infancia, me mueve otro sentimiento. Es casi un homenaje, al recordar al papá de Luisa, mi amiga-hermana desde los 7 años… hasta siempre. Este señor, ser humano especial para quienes lo conocimos, me acogió en su familia como una hija más.

Para que quede grabado en la memoria y en el papel, dejo aquí algunas anotaciones sobre ese barahonero que les menciono.

Don Leonel Augusto Lembert Valenzuela nació el 4 de diciembre del año 1931. Familiar y afable. Buen esposo y padre ejemplar. Gran amigo de sus hijos. Noble y solidario. La bondad y generosidad adornaban su corazón. Plenamente identificado con su pueblo. Excelente anfitrión y de grata conversación. Buen consejero. Hombre honesto, sensato, decidido y firme. Con valores morales incuestionables. Disfrutaba de reuniones junto a los suyos en el ambiente hogareño, de las cuales participé una y mil veces. Graduado de Doctor en Odontología en la Universidad Autónoma Santo Domingo (UASD) en el año 1954, siendo uno de los primeros en instalar un consultorio odontológico en su pueblo, dato que me confirmara su hijo menor.

Se hizo acompañar en el trayecto de su vida una noble mujer, su gran apoyo. Contrajo matrimonio en San Francisco de Macorís con Alma Zobeida Morales Gatón, quien fue su esposa y valiosa compañera por 48 años, habiéndose casado con ella el 25 de abril de 1959. Sus hijos Leonel Augusto, Luis Eugenio, Luisa Natacha, Francisco Alberto y Edgar Raimundo. A los amigos de sus hijos los asumió como suyos. A los sobrinos, también.

Con gran vocación de servicio, el doctor Lembert Valenzuela, realizó de manera discreta un sinnúmero de labores sociales extendiendo así su mano solidaria al necesitado. Fiel cumplidor de sus deberes y trabajo, también vivió en sencillez. Buscando guiar a su pueblo por el camino del desarrollo, se desempeñó como encargado de terminal de Caribe Tours, desde 1980. Perteneció al Club Rotario de Barahona, siendo presidente del mismo en varias ocasiones.

Disfrutó a plenitud del maravilloso don de la vida que Papá-Dios le regaló, hasta su último momento. Subió al maravilloso clima de las lomas de Polo, pero también se dejó acariciar por el sol candente de las playas costeras de su amada región. Este barahonero disfrutó de su pueblo, comió de su polvo y celebró sus logros. Nunca se apartó de su tierra.

Don Leonel falleció el 15 de enero de este año y pasó a la Vida Eterna como viven los hombres como él…en Paz. Aquel día de luto para Barahona, su gente acompañó a este hombre, como él acompañó toda una vida a su pueblo. A él la gratitud y el amor eterno de su esposa, hijos, nietos y de todo Barahona, su pueblo amado… y un pedacito de mi corazón.

Cuando tuve que regresar a Santo Domingo con los míos, dos veces al año, él y su esposa me hacían preparar las maletas para pasar junto a ellos -allá en Barahona- lindos días de verano y Semana Santa. Así la familia Lembert Morales se ocupó, quizás sin ser su intención, de que mi amor por el sur se conservara al crecer en mi adolescencia y años mozos. Ese puro sentimiento se extiende hasta hoy y aunque ya no estén en el pueblo muchos de nuestros seres queridos, con certeza puedo decir en alta voz…todavía amo al sur!.

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