Todos son nuestros hijos: entre la Churchill y Guachupita

Todos son nuestros hijos: entre la Churchill y Guachupita

En 1994, leí el libro de Julia Alvarez sobre las hermanas Mirabal y marqué un párrafo que me llamó la atención y que guardé en la memoria. Lo reviví los otros días al hacer la presentación de un libro en el marco del Día de la no violencia contra la mujer, precisamente en los días en que los jóvenes se manifestaron en la Avenida Churchill.[tend]

En el pasaje de “En el tiempo de las mariposas” escrito por Julia Alvarez , doña Dedé, la que sobrevivió, mientras dialoga con la escritora domÍnico norteamericana, recuerda el encuentro con un viejo amigo que le dice: “La pesadilla ya pasó, Dedé. Mira lo que han hecho las muchachas. Hace un ademán expansivo. Se refiere a las elecciones libres, a los malos presidentes que ahora llegan al poder de manera correcta, no gracias a los tanques. Se refiere a nuestro país, que empieza a prosperar, con zonas francas en todas partes, a la costa, llena de clubes y balnearios. Ahora somos el patio de recreo del Caribe, cuando antes éramos sus campos de matanzas. El cementerio empieza a florecer. (…) Sigo su mirada por el salón. Aquí la mayoría son jóvenes, hombres de negocios, con relojes computarizados y walkies talkies en los bolsos de sus mujeres para llamar al chofer; sus espléndidas esposas tienen títulos universitarios que no necesitan. Por todas partes, olor a perfume, y un tintineo de llaves que abren las cerraduras de sus posesiones(…) Para ellos somos personajes de un historia triste sobre un pasado concluido. Camino a casa tiemblo todo el tiempo. No sé porqué. Lo veo poco a poco, mientras me dirijo al norte por el campo a oscuras. (…) Lío tiene razón. La pesadilla ha terminado; somo libres al fin. Pero lo que me hace temblar es algo que no quiero decir en voz alta . Aunque lo diré, de una vez por todas. ¿Fue para esto, el sacrificio de las mariposas?”

Hace un tiempo Juan José Ayuso escribió sobre lo que les pasaba a nuestros hijos, alienados en conseguir el dinero para los gastos de figuración, debatiéndose entre las marcas de los jeans, de los espejuelos, del carro del año o del celular para ostentar un status social más alto.

Yo misma me he preguntado más de una vez en qué me equivoqué. Porqué mis hijos a pesar de haber sido educados con repulsa a todo lo que fuera machismo y discriminación de género, no escapaban al influjo poderoso de la sociedad que los rodeaba y en el límite de algunas situaciones me pregunté si no me había sacrificado en vano.

Y sin llegar a la pregunta desgarrada de si el sacrificio de las Mirabal fue inútil, la pregunta que me formulaba, era al igual que la de doña Dedé: porqué nuestros jóvenes se habían convertido en unos consumistas redomados, muy alejados de los sueños altruistas y solidarios de sus antecesores.

Contándoles a mis dos hijos varones lo que había vivido en Argentina hasta que me fui, y lo que significó la década de los setenta, me veía reflejada en unos ojos incrédulos pero sobre todo me sentía como un dinosaurio de otras épocas glaciares y como doña Dedé pensaba que: “Para ellos somos personajes de un historia triste sobre un pasado concluido”.

Qué fue lo que no hicimos los mayores para que los chicos no escaparan de la cultura autoritaria, sectaria y prepotente que era herencia ominosa, aquí y allá, y porqué a pesar de inculcarles decencia y respeto por los hombres y las mujeres de esta sociedad no lográbamos sustraerlos a la tónica general de una sociedad violenta y excluyente entre los más pobres y desposeídos, y consumista e indiferente en las capas medias. En broma me dije más de una vez para mí misma, mientras los veía crecer y hacerse hombres que habían cambiado mucho, mientras hacía esfuerzos por comprender que mis dos preciosos nenes subidos a un carrito del supermercado habían dejado la edad de los cinco años y que de “gérmenes de patriarca” que jugaban al futbol se habían convertido nomás en jóvenes patriarcas a los cuales les acometían los mismos síntomas de consumismo, violencia, discriminación y autoritarismo.

Pero todo eso cambió los otros días cuando vi esa manifestación de jóvenes de clase media, entre los que estaban mis hijos, con una altura, una decencia, una compostura y un don de gentes que más de uno de nuestros funcionarios estatales debiera de tomar como ejemplo.

Las Mirabal eran de extracción de clase media y dieron la vida por una causa, así es que no entiendo algunas voces que se extrañan de lo que esos muchachos y muchachas expresan en una avenida de la capital.

No tienen faltas de ortografía es verdad, pero da la casualidad que en unos carteles de reclamo en una escuela olvidada de Gualey, los alumnos de escuela primaria que reclaman el cumplimiento de promesas demagógicas tampoco tienen faltas de ortografía y son pobres de una comunidad roja e indigente.

Es posible que nuestros hijos, hayan aprendido las lecciones de sus padres, hayan hecho un proceso distinto al que hicimos nosotros, es posible que ellos hayan hecho esa tarea siempre vivificante de llevar al climax una contradicción, de ir y venir entre lo que quiero, lo que sueño, lo que deseo y lo que la realidad me golpea en la cara. Es posible que nuestros hijos hayan trascendido esa heroicidad ingenua y malsana que fue nuestro sello de vida , y que hijos de su tiempo hayan superado nuestras taras y debilidades y puedan formular un diálogo diferente, una forma de vivir las contradicciones de manera distinta.

Es posible que ellos hayan encontrado, en su juventud otro camino para no “ser intelectuales irrelevantes”, que gritan consignas, que teorizan, pero que son impotentes y no pintan para nada porque no tienen la serenidad y la calma para crecer en el naufragio.

Con decencia a prueba de balas manifestaron en una avenida reclamando con altura lo que esta sociedad toda pide a gritos.

Ellos son un ejemplo a seguir para esos mayores que se debaten en consignas viejas, anacrónicas y mentirosas, en ambiciones espurias y mediocres, con modos autoritarios y de un primitivismo de la misma calaña que la que asesinó a las Mirabal cuarenta años atrás.

Hace meses soy espectadora muda de lo que hacen los jóvenes publicistas egresados de Apec, pagándose sus estudios a puro pulmón, imprimiendo camisetas de protesta o dictando cursos de impresión en barriadas pobres.

Eugenio O’Neill escribió en 1942, una obra de teatro que se llamaba “Todos son nuestros hijos”. Es el drama de una pareja de norteamericanos, en la que él se ha enriquecido construyendo motores para la aviación norteamericana, que son usados en la Segunda Guerra Mundial. Lo mueve la ambición desmedida, las ganas de hacer dinero rápido y fácil. Quiere tener poder, fortuna y status a como dé lugar. Para producir más dinero y ser un importante proveedor de aviones en la guerra, pone materiales de baja calidad y eso produce una serie de accidentes en cadena donde muere uno de sus hijos.

En un diálogo sin desperdicio, la esposa lo enfrenta a su infamia. A su ambición desmedida, a su egoísmo, a su prepotencia, a la pérdida de los valores, de la ética, de la moral y sobre todo al desconocimiento de la solidaridad entre la gente porque en realidad le dice: “Todos son nuestros hijos”.

Aunque es una obra de teatro que tiene ya sesenta años, la marcha de los chicos de clase media de la avenida Churchill tiene el significado profundo de la solidaridad entre gentes de distinta extracción social pero que tiene la raíz común de lo humano.

Expresa el profundo cambio del mundo. Que nuestros hijos son mejores y más lúcidos que nosotros, que pueden librar sus batallas con altura y decencia, que nos dejan atrás por brutos, ignorantes y autoritarios y que ellos tienen una manera muy suya y muy del nuevo siglo de entender la solidaridad entre los de la Churchill y Guachupita y que saben a pesar de su juventud el secreto de cómo tender un puente de empatía y generosidad entre todos los hijos de esta tierra.

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