Tomás de Aquino y la unidad del intelecto (2 de 5)

Tomás de Aquino y la unidad del intelecto (2 de 5)

Tomás de Aquino no fue, sino que sigue siendo, uno de los intelectuales más profundos y sistemáticos de la historia universal. Así lo evidencian sus diversos escritos e incluso infinidad de frases ideales para mensajes de cualquier Twitter contemporáneo:

“En esto consiste propiamente amar a alguien: querer el bien para él”;

“El estudioso es el que lleva a los demás a lo que él ya ha comprendido: la verdad”;

“Teme al hombre de un solo libro”;

“Todos los hombres, por naturaleza, desean saber”;

“Justicia es la firme y constante voluntad de dar a cada uno lo suyo”;

“La misericordia es la más grande de las virtudes, ya que a ella pertenece el volcarse en otros y, más aún, socorrer sus carencias. Esto es peculiaridad del ser superior y por eso se tiene como propio de Dios tener misericordia”;

“Lo que se recibe es recibido al modo del recipiente”;

“La raíz de la libertad se encuentra en la razón. No hay libertad sino en la verdad”.

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Ahora bien, significativo de su sistematicidad y hálito de tratadista es la forma en que su pensamiento zanjó los grandes debates de su tiempo. Ejemplo clásico de esto nos lo brindan sus encuentros y desencuentros en y desde la Universidad de París entre 1268 y 1272, donde Tomás abordaba desde el pensamiento aristotélico, no desde la fe, la defensa racional de esta.

Sin lugar a dudas, durante su segunda estadía en París, Tomás de Aquino cosechó una fuerte oposición hacia sus ideas. Haciendo galas de su saber aristotélico y teológico, enfrentó a los idealistas agustinismos, con Juan Peckhaj a la cabeza; a los seculares antimendicantes, dirigidos por Gerardo de Abbeville; y, por último, a los más célebres y combativos, los averroístas, cuyas figuras visibles en la primera mitad del siglo XIII fueron Sigerio de Brabante y Boecio de Dacia.

Según las evidencias documentales, los averroístas fueron los más polémicos. Tal fue la envergadura del debate que el connotado fraile dominico se sintió conminado a refutarlos con su célebre De unitate intellectus cntra Averroistas.

Averroes (1126-1198) era de familia muladí, es decir, descendiente de hispano-visigodos convertidos al Islam. Sobresalió en tanto que filósofo, teólogo, jurista y médico andalusí. Excelente conocedor y expositor medieval de Aristóteles, su empeño fue la reconciliación del pensamiento filosófico del estagirita de Macedonia, en la Antigua Grecia, con los planteamientos musulmanes.

Las principales ideas del primitivo concepto filosófico averroísta -tal y como se encuentran en los comentarios de Averroes a Aristóteles- eran:

  • Hay una verdad, pero al menos hay dos maneras de alcanzarla: a través de la filosofía y a través de la religión;
  • El mundo es eterno;
  • El alma se divide en dos partes: una individual y otra divina;
  • El alma individual no es eterna;
  • Todos los seres humanos comparten a un nivel básico la misma alma divina (idea denominada monopsiquismo);

A partir de ahí resultaba difícil sostener asuntos tan fundamentales a la posición católica como la inmortalidad individual, la idea cristiana de la creación del mundo a partir de la nada, y la creencia de que la verdad en tanto que revelada solo es una.

Los planteamientos de Averroes, retomados por lo que se conoce como el averroísmo “latino”, fueron difundidos en la Facultad de Artes en la Universidad de París por autores tales como Sigerio y Boecio. En particular, Sigerio defendía en sus clases (no así en sus escritos de lógica y física) que el hombre no tenía naturaleza espiritual, por lo que la razón podía contradecir la fe sin dejar ambas de ser verdaderas. Y Boecio retocaba por su lado con la proposición de que la resurrección de los muertos no es posible.

Consecuencia de todo lo anterior: Aristóteles -entendido en función del razonamiento de Averroes y del averroísmo- resultaba ser incompatible con la filosofía católica de la época, la escolástica, pues resultaba francamente irreconciliable con los dogmas religiosos. En ese contexto, el averroísmo encendió la discusión acerca de cuál pudiera ser el papel que debía otorgarse a la razón en contraposición a la fe religiosa.

Como era de esperarse, Tomás pronto saltó al ruedo. Su propósito fue el de depurar la filosofía escolástica medieval -no igualada aún en aquel entonces con lo que luego sería reconocido como `tomismo´- del lastre de las interpretaciones averroístas. Consideraba él que solo así podría ser sustentada una lectura de Aristóteles compatible con la fe cristiana; así como adversa por añadidura el monopsiquismo -doctrina que defiende la existencia de una única alma supra individual- debido al cual las almas individuales de cada sujeto no son más que manifestaciones diversas de esa única alma.

En contraposición a todo lo cual, Tomás argumentó que el intelecto humano tiene su asidero fundamental en el cuerpo humano al que está aunado sin confusión ni división. No se es humano, por apartes. Razón ahí, cuerpo allá. Por eso, en el horizonte de su pensamiento racional, lo nuevo y esclarecedor de la religión cristiana se descubre en la resurrección -corporal- de Jesús de Nazaret, el Señor.

Contextualizado así su pensamiento, se comprende que el intelecto de cada individuo es único y singular a cada uno y, como tal, totalmente ajeno a la mera transfiguración de una misma y única razón universal. Más aún, debido a la inexistente transformación de lo mismo en cada individuo, cada uno de estos es un sujeto humano singular, responsable moral y cognitivamente de sí mismo. Al morir cada sujeto, en lo que su cuerpo se descompone y desintegra, su intelecto se mantiene de forma inmortal; entiéndase así: de forma no-mortal, pues interinamente no aparece ni etéreo, ni incorpóreo y menos esfumado, desencarnado o -a diferencia de lo que rápidamente se evidencia con su corporeidad- desintegrado.

Santo Tomás contradice así la separación cuerpo-alma; y, por ende, salvaguarda la inmortalidad del alma individual -concebida como forma del cuerpo- y niega la teoría de un intelecto único supra individual -que convertiría a todos los humanos en meros seres irresponsables de sus conocimientos y actos, pues sería el otro, el supra individual, el que conoce y actúa.

Es significativo poner de relieve, antes de finalizar, que Tomás arraiga su contrargumento en asuntos puramente racionales, basado en Aristóteles y los peripatéticos, no en Averroes. Esto último le resultaba imposible. Tanto Averroes, con su teoría del intelecto separado, como sus seguidores, llevaron la filosofía aristotélica a las conclusiones más absurdas. Y, por tanto, el interés de Tomás al escribir De unitate intellectus, opúsculo en el que aclara que para el Estagirita el alma es acto o forma del cuerpo, que el intelecto sin poseer nada de corpóreo es parte del alma, y que “el intelecto se une a nosotros de modo que llega a formar una única cosa con nosotros mismos”.

Tan contundente resulta la refutación esgrimida por Tomás, -en tanto que sustentada exclusivamente en el razonamiento humano, sin asidero en documentos y dogmas de la fe que profesaba su Iglesia-, que siglos más tardes el filósofo francés Jacque Maritain (1882-1973) confesaba:

“Estamos persuadidos de que Santo Tomás de Aquino, para usar una palabra que hoy está de moda, es el más existencialista de los filósofos. Y precisamente porque es, por excelencia, un filósofo de la existencia, Santo Tomás (él, el Doctor Angélico) es a la vez un pensador incomparablemente humano y el filósofo más excelso del humanismo cris­tiano”.

Una vez ejemplificado el valeroso espíritu de Tomás el apologista e intelectual sistemático por excelencia de toda la Edad Media, tan solo queda por especificar por qué ha quedado en el olvido con el correr de los años y el devenir del pensamiento contemporáneo.

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