Toque de carambola

Toque de carambola

PEDRO GIL ITURBIDES
Este sábado debe comparecer Hipólito Mejía como testigo en el juicio incoado por Hernani Salazar contra el doctor Marino Vinicio Castillo (Vincho).  La querella ofreció al doctor Castillo la oportunidad de asumir con interés legítimo la ventilación de cuestiones conexas en los tribunales de la República. Vincho se permitió requerir la presencia del ex Presidente en el juicio cuyas vistas prometen hacer salir a la luz cuestiones de orden público. Lo imagino frotándose las manos en un pleito ofrecido por ligero e intrépido adversario, en bandeja de oro.

El dolo se ha convertido en el mejor medio para la interrelación de la clase política. El interés nacional y la gestión del bien común poseen un menor efecto vinculante entre los políticos nacionales, que el que deriva del dolo. La necesidad de obtener impunidad determina su otorgamiento, y en este proceso de mutuas concesiones se produce un entramado indestructible.

Las ocasionales y solitarias campañas, o los discursos contra la corrupción, son frágiles como para destruir el delgado hilo que une en el dolo a nuestros políticos.

Vincho cree en la posibilidad de destruir ese nexo. Tiene la experiencia de la condena a Salvador Jorge Blanco, y del tardío y singular ejemplo que de ello derivó el país. Pero este trillo que debió ser anchuroso para que contuviésemos el lisio secular, apenas sirvió por breves instantes. Vincho carecía esta vez de calidad para precipitar la aparición de un segundo ejemplo en los albores del siglo XXI.

En aquella oportunidad, junto al recordado amigo doctor Ramón Tapia Espinal y otros juristas, contaba con Poder para ejercer la representación del Estado Dominicano. De allí nacía su legítimo interés, pues intentaba la acción vindicativa por el dolo consumado mientras se ejercía una magistratura pública. Los abogados del Estado, además, se permitían el lujo de un

Ministerio Público sin flaquezas, como el representado por el doctor Prim Pujals.

Cuatro lustros más tarde las condiciones son diferentes. La voluntad política dubita en materia tan delicada, y para la que se requiere historia sin escollos. Las gentes, inficionadas en mayoría por las mismas imputaciones que pudieran hacerse a jerifaltes de la pasada administración, contemplan con indiferencia un acto reivindicativo como el que podría emprenderse.

Pero Vincho es acucioso, detallista, exhaustivo. Se ha dedicado a compilar lo que conocía de oídas, lo que sabía porque todo el mundo sabía, y lo que no sin saberse puede ser sabido porque fue ejecutado. No se dirige con ello a revertir la acusación en su contra, sino a defenderse. Como resultado de lo que le llega sin que lo pida y lo que busca porque espera encontrar, el asunto puede alcanzar condición de orden público. Y desde el instante en que ello ocurra, se trascenderían las liviandades exhibidas por las magistraturas y los temores que rebosa un inmediato pasado, por razones de conciencia.

Este, como es de suponerse, puede ser el acierto que procuran en las carambolas los que juegan al billar. Con la diferencia de que Vincho no colocó el mingo, sino que lo ha puesto Hernani en el lugar adecuado.

Al juzgar lesivas algunas afirmaciones que hiciera Vincho en un programa de televisión, Salazar creó el interés legítimo que faltaba al ardoroso abogado. Toda una maquinaria investiga, pondera, hurga, entrevista, rebusca.

Y lo hace sobre materia fragmentada por yerros propios, que, por cierto, no requerirían mayor perspicacia para mostrarlos, pues envalentonados los que administraban, decidieron acumular estropicios como se guardan los tesoros.

Si las partes no se arredran ante el vendaval desatado, prometo leer cada día, antes de cualquier otra noticia, las que se desprendan de esta lucha que reflejará todos nuestros pecados.

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