Trabajo y estudio del reo

Trabajo y estudio del reo

PEDRO GIL ITURBIDES
La madre de Carlos Hernández, Eustaquia, pide que no dejen en libertad a Alejandro Brito, condenado a veinte años de prisión por la muerte de aquél.

La acongojada mujer recuerda que el suceso ocurrió en Nueva York, once años atrás, y que Alejandro huyó para esconderse en la República Dominicana. Apresado, se le juzgó en el país, y fue condenado a treinta años de cárcel.

El acusado apeló esta sentencia y logró que una corte le redujera la pena a veinte años.

Al cumplir la mitad de la misma, pide su libertad “por buena conducta”.

Y un funcionario del penal otorga la certificación en que consta que el hombre es un angelito del Señor. Pero la madre del joven asesinado no se anda por las ramas.

Además de recordar que la muerte se produjo en territorio estadounidense y que Alejandro huyó para no enfrentar la justicia en aquel país, saca a flote el historial del condenado.

Y asegura que su hijo fue víctima de una persona que en disfrute de libertad bajo fianza tras ser acusado por el asesinato de dos policías, eludió la justicia y salió al exterior.

Fue, de este modo, que Carlos cayó en sus manos. Eustaquia pone en tela de juicio la veracidad de lo afirmado por el alcaide del penal, en la certificación expedida.

Afirma que en algún momento, durante la pasada administración gubernamental, el condenado logró que se le incluyese en una lista para su indulto. También ha conseguido la suplantación documental, dice la madre, para obtener la libertad bajo el nombre de prevenidos.

Y ella cita el nombre específico de un prevenido con el que se intentó, ¿en base a qué?, dicha suplantación. ¿Por qué han podido ocurrir estas jugarretas, sin que exista otro interesado y otro denunciante que la madre de un asesinado? Porque no existe una política nacional carcelaria. Porque los presos son gente a las que encerramos bajo iguales condiciones, sin importar el tipo de delito o crimen cometido. Nos daría lo mismo que pasearan por la calle El Conde, y se sentasen a nuestro lado a comer helados. La verdad es que el condenado al que alude Eustaquia Hernández puede estar portándose bien. De modo tan excelente, como para merecer la excarcelación.

Las cárceles dominicanas, como hemos dicho, no aseguran esa transformación conductual. Ninguna de las actividades que fraguan una conducta apropiada al ser humano, son cumplidas en nuestros centros carcelarios.

En algunas se han establecido cursos para el adiestramiento en determinados oficios, más o menos populares.

Esto es loable. Pero no es una actividad sistemática, determinada por el interés de alcanzar un fin específico.

Hace pocos años se estableció un programa para que hombres y mujeres recibiesen a sus cónyuges en una celda especial.

El programa abortó sin embargo, por razones muy criollas. ¿Adivinan cuáles? ¿Y todo por qué?, porque no existe una política carcelaria dirigida a conseguir cambios conductuales en los que son condenados por ofender a la sociedad. Una política tal no llama a dar un curso de cosmetología en un penal.

Nada logramos con ello, si mantenemos hombres y mujeres abarrotados en pequeñas celdas, mirándose la cara un día tras otro.

Esos cursos ocasionales no impiden que se inclinen por las diabluras.

Las horas de sol y ejercicio que agotan, son insuficientes para retorcer los pensamientos torcidos.

El mismo carácter de estos cursos resta eficacia al objetivo natural de la pena, que es la reconducción conductual. En cierta medida, para caracteres deformados, la existencia del penal cumple a plenitud su vocación de vida.

La humanidad se elevó a sí misma por vía del trabajo y del estudio.

No son distintos a sus congéneres, los hombres y mujeres que en un acceso de ira, en un instante de debilidad primitiva, o bajo cualesquiera otras circunstancias, se colocan al margen de la ley.

Y no siendo diferentes al resto de las personas, es por un trabajo, en su caso, intenso, y por el estudio, en su caso, dirigido a metas muy específicas, que podrá la sociedad rescatarlos. Parte de una política pública destinada a lograr la convivencia social por el respeto a las normas sociales y jurídicas, tiene que pasar por este derrotero.

Pero una política como la que esbozamos, impone todo un proceso de fijación de metas, adiestramiento del personal a cargo, manejo diestro y eficaz de los programas de trabajo y educación.

El trabajo y el estudio, después de todo, son fragua de la personalidad para quienes no tienen que ir a las penitenciarías, sino de visita. ¿Por qué no pueden serlo para quienes, por faltas atribuibles a la sociedad, o por desviación personal, están obligados a quedar internos en ellas? Sin embargo, cuanto se haga no puede quedar como una tira suelta, tal cual ocurrió con las visitas de los cónyuges al penal de Najayo.

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