Vamos a saltar momentáneamente fuera del charco pestilente de la violencia y el racimo de males que nos agobian. Requerimos un descanso. Voy a hablarles de un tema diferente.
¿Habría yo actuado igual, con el mismo apego a escrúpulos y fidelidades si Giulietta hubiese sido bonita?
Realmente no lo sé. Y no lo sé porque en ocasiones he sentido que algo me ha impedido jugar con los sentimientos de mujeres bonitas que buscan algo que no puedo dar: una ficción amorosa, muchas mentiras manidas que son el pasillo conducente a las penumbras íntimas. Mentiras que se sabe que lo son pero que parecen formar parte de un juego.
Giulietta era una mujer de unos veintinueve años, tal vez veintiocho, puede que veintisiete pero no menos. Trabajaba en una gran corporación en Roma, su ciudad, y cuando me senté en el avión al azar, al no encontrar lugar junto a la ventanilla, me ubiqué o acomodé junto al pasillo dejando un sitio vacío en el centro de una hilera de tres butacas. Ella estaba junto a la ventana luchando por ajustar el cinturón de seguridad a su cuerpo menudo y rellenito.
Me preguntó si hablaba italiano y entonces me pidió que la ayudara con el cinturón que tenía la hebilla trabada.
Luego de una breve conversación, dijo que iba a estar sola en Madrid tres días. Me pasó la servilleta de papel en la cual había escrito su nombre, el de su hotel, su dirección y número de teléfono. Por si tenía yo alguna confusión sobre sus intenciones, adoptó una expresión supuesta a ser muy sexy.
No era agradable su rostro redondo como un plato hondo puesto al revés, sus ojos verdes saltones casi sin pestañas, su boca de extraño diseño que recordaba a algún Toulouse-Lautrec.
Seguro había copiado su expresión de una revista femenina que tenía en el regazo, pero no podía copiar la insinuante languidez agresiva con boca brillante y semiabierta que traen las modelos. Le faltaba un ingrediente: belleza.
Guardé la servilleta con cierta tristeza. Pensaba que la fealdad debe ser un drama horrible para las mujeres, porque en su existencia ha sido fundamental la hermosura.
Afortunadamente, el tiempo en que la mujer aceptaba un rol que parecía limitarse a su capacidad para adornar, para agradar la vista masculina y también la femenina, ya ha pasado y han demostrado muchas otras cualidades, asumiendo su lugar en la sociedad como entes cada vez más activos, pero aún están atrapadas en los cánones de belleza y a la gran mayoría le sigue interesando muchísimo impresionar.
El caso es que esto ocurrió hace muchos años y la presión de la sociedad fabricada por el hombre de acuerdo a sus conveniencias marcaba fuerte… La mujer era vista como un objeto decorativo dador de placeres, algo que sabiamente ha ido dejando.
Si Giulietta hubiera buscado ser atractiva con los recursos de su personalidad, de su valor humano, de la sexualidad de sus verdades femeninas y hubiese dejado de empeñarse en parecerse a las “covergirls” de bellos ojos lánguidos, labios carnosos iluminados de invitaciones a besos interminables y actitudes de provocaciones eróticas le habría ido mucho mejor en la vida.
Tragedia de fea es no saber usar lo que se tiene de bonito.
Que siempre lo hay.