Los extremos de la vida, digamos la infancia y la senectud, representan períodos de gran vulnerabilidad humana, en el primer caso a consecuencia de la inmadurez y en el segundo debido al desgaste natural producto de los años. De modo paradójico, en una práctica médico forense, la cuota mayor de fallecimientos violentos es aportada por gente joven. Los decesos accidentales, especialmente aquellos asociados a trauma vehicular, representan la mayoría de los certificados de defunción expedidos por causa no natural.
Cuando visitamos las emergencias de los hospitales y clínicas es cuando apreciamos la real dimensión de la problemática traumatológica dominicana. Las camas de las salas de internamiento de lesionados por colisiones en la vía pública se mantienen continuamente ocupadas por pacientes motoristas, transeúntes, pasajeros y choferes, todos ellos víctimas del desordenado y caótico tránsito vehicular. Esto sin contar las miles de personas que sufren daño físico permanente, muy a pesar de los largos y costosos programas de rehabilitación.
No tenemos un cálculo oficial real de la dimensión de los gastos en que incurre el gobierno dominicano debido a los accidentes de tránsito, pero es indudable que la cifra debe ser asombrosa y los efectos sociales sencillamente espeluznantes. No exageramos cuando decimos que moverse por calles y carreteras del país constituye un real peligro de amenaza a nuestra existencia.
Varios son los factores que participan en la generación del accidente vehicular. Las investigaciones pormenorizadas de las personas heridas o fallecidas indican que la variable más relevante, responsable de tan lamentables sucesos lo constituye el comportamiento humano.
La imprudencia en el manejo, la conducción temeraria, las distracciones con música, celulares, mensajes de texto, junto al exceso de velocidad, uso de alcohol, drogas y bebidas energizantes, sobrepasan con creces a los otros contribuyentes de choques y vuelcos, tales como son las fallas mecánicas, defectos en el pavimento y las desfavorables condiciones climatológicas.
He vivido la escalofriante experiencia de contemplar a suicidas motoconchistas con dos pasajeros hacer un rebase temerario a gran velocidad en una curva, o cambiando de líneas en un tráfico congestionado durante las horas pico en la ciudad. Mejor ni hablar de la imprudencia de los conductores de guaguas públicas, ni mucho menos del abuso de los choferes de camiones y patanas. Es bastante común observar a gente a pié, cruzando sin miramiento prudente, por una vía de alta velocidad. Hay poco respeto por las señales de tránsito, ni por las paradas, así como ningún cuidado por los animales que deambulan por ciudades y rutas de tránsito. Las campañas de prevención de accidentes durante la Semana Santa, Navidad y Año Nuevo son un refuerzo, pero nunca un sustituto de los programas escolares.
Es tarea fundamental del Estado garantizar la seguridad vial de la población. El Ministerio de Educación, en coordinación con los Ministerios de Obras Públicas y el de Salud, es el llamado a ejecutar el programa básico de enseñanza de las reglas y señales para un seguro movimiento como transeúnte por aceras, caminos y carreteras. En el peldaño de la educación secundaria se instruye sobre el manejo de vehículos. Las autoridades policiales deben velar por el cumplimiento de las leyes y regulaciones del tránsito terrestre. Estado y Sociedad deben aunar voluntades para ponerle fin a esta gran tragedia juvenil vehicular.