Hechos fatales de diferentes características y separados por la distancia en el territorio nacional sirven cualquier día, y en el de antier en particular, para resaltar ante la sociedad dominicana que constantes situaciones contra la vida no están todavía suficientemente controladas en el país. Que los riesgos de tránsito son extraordinarios porque la temeridad al volante y al timón ocurre por oleadas que las autoridades no logran contener y que los asesinatos por encargo son de fácil contratación y a precios irrisorios como en sus contenidos revelan expedientes de unos pocos pistoleros que han ido a parar a la Justicia.
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Secuaces dispuestos a matar por cualquier puñado de pesos. Devaluados los autores porque evidentemente hay más sicarios en las calles que en las cárceles. Su sangriento oficio, con todo, está subvalorado como las vidas que suprimen.
La muerte asecha, con más frecuencia incluso, sobre el asfalto bajo la abrumadora presencia de motociclistas que violan en hordas señales de tránsito y por vehículos pesados de aceleraciones desbocadas, de día y de noche; como máquinas de destrucción con una falta de luces que expresa impunidad y caos.
Al perecer accidentalmente, los cuatro miembros de una misma familia aumentaron el fatídico historial de la Autopista del Coral hacia ámbitos turísticos. Y en la misma fecha otras tres vidas se perdían en Nagua por metralla de desconocidos que parecían ejecutar una encomienda. Perfil inconfundible.