Transición de gobierno

Transición de gobierno

Entre las grandes paradojas de nuestro sistema democrático sin lugar a dudas que se encuentra su carácter esencialmente electoral, o, para ser más precisos, electoralista: se entiende que el ciudadano es esencialmente un ente o sujeto, más que político, electoral: cada cierto tiempo debe acudir solícito a las urnas a fin de elegir a sus «representantes» congresionales y municipales y sobre todo al Presidente de la República.

Para llegar ahí se reconoce que la sociedad civil debe tener un papel destacado, como por ejemplo lo es el de Participación Ciudadana. Pasado el certamen electoral, ese ciudadano se esfuma, la sociedad civil deja de ser protagonista y en su defecto adquieren predominio los partidos políticos, el empresariado y en determinados momentos el clero católico. Al resto de los actores societales como que no les toca discutir los asuntos públicos, como que deben ser disciplinados y esperar hasta las próximas elecciones para volver a ser sujetos activos o ciudadanos.

Una ciudadanía de ese corte es a todas luces, trunca, incompleta, y en nada fortalece una genuina democracia sostenida en ciudadanos plenos, a los cuales ampara un estado de derecho.

Las recién pasadas elecciones presidenciales son un vivo ejemplo del carácter parcial, incompleto, de nuestra democracia. Pasadas las elecciones, donde el doctor Leonel Fernández resultó vencedor en una primera vuelta, se ha dado paso a un proceso de transición de gobierno caracterizado por la desconfianza recíproca entre la actual administración del ingeniero Hipólito Mejía y las nuevas autoridades, quienes bajo la presidencia del doctor Leonel Fernández, tomarán el mando del gobierno el 16 de agosto.

Sin embargo, hay algunos puntos comunes en la actitud asumida por ambos equipos de transición. Por lo pronto, ambos equipos reconocen un papel protagónico al empresariado en el manejo de la transición, vale decir, reconocen su propia debilidad como gobierno saliente y como gobierno entrante; lo que es lo mismo que admitir la fortaleza del empresariado en lo que respecta a los asuntos del gobierno central. Debe admitirse que esto tiene tanto virtudes como serios problemas.

Asimismo, ambos equipos reconocen que la cuestión de la reforma fiscal parece ser el eje central del debate transicional que a ambos equipos preocupa. Ambos equipos reconocen que los acuerdos con el FMI deben ser respetados y para todos es un lugar común que los problemas energéticos, del control de la inflación y la política monetaria, son las preocupaciones centrales para enfrentar, y en lo posible superar, la presente crisis.

Sin embargo, pocos analistas se detienen a observar que también hay elementos de orden Anegativo@, por vía de exclusión, o mejor dicho de no inclusión, que también les son comunes a los equipos de transición: aquella parte de la sociedad civil que no es el empresariado, ni el clero católico, no aparece como sujeto actuante en las negociaciones de la transición. Esto no fuera nada, si no expresara, por su parte, un problema mayor: lo que preocupa By naturalmente debe preocupar- a los dos equipos de transición es esencialmente el manejo de la crisis económica, pero la gestión de gobierno y de la propia crisis no es sólo la de las variables de orden financiero y monetario, en una palabra de orden macroeconómico, de la crisis. La crisis económica por sus consecuencias es un asunto social, que se refleja en el ejercicio de las políticas sociales del gobierno saliente (con sus aciertos e incoherencias) y en las propuestas (con sus buenas intenciones y puntos de interrogación) del gobierno entrante. Lo mismo puede decirse de la agenda de modernización democrática (real independencia de los poderes del estado, fortalecimiento de un estado de derecho, seguridad ciudadana, etc.).

Hasta la sociedad civil que no participa de las negociaciones del proceso de transición parece no molestarse y acepta que en asuntos de transición de gobierno a ellos no les toca expresarse, parece ser que ellos no tienen por qué ser consultados.

Para el fortalecimiento de una democracia de ciudadanas y ciudadanos esto es grave. Al respecto lo mejor es presentar un par de ejemplos por simplistas que sean. Las políticas públicas no son exclusiva ni únicamente de orden macroeconómico, ellas también son de orden social, político y cultural. En este sentido, un proceso de transición de gobierno como el que vive nuestro país no sólo debe concentrarse en un «arqueo de caja del gobierno central» (cuentas pendientes por pagar del sector público, nómina de empleados, presupuesto de ingresos y egresos ejecutados, etc.).

Debe hacerse lo mismo en otras materias: los programas sociales del gobierno y sus planes de ejecución, por ejemplo, que en lo posible deben tener continuidad como políticas públicas; los compromisos de estado en materia internacional, que deben ser reconocidos por las autoridades entrantes y debidamente entregados como compromisos responsablemente contraídos por parte de las autoridades salientes, para presentar únicamente dos casos. En estas materias hay actores de la sociedad civil que al igual que el empresariado deben ser escuchados en el proceso de transición, pues en ellos descansan ejecutorias importantes de las políticas públicas, en materias tales como la educación, el combate a la pobreza, etc. De nada de esto los equipos de transición hablan y cuando lo hacen es en el nivel de las implicaciones de orden administrativo de estas políticas, no de sus contenidos sustantivos.

El asunto de la reforma fiscal es, como se sabe, la manzana de la discordia de la transición de gobierno. La administración saliente entiende que es a la nueva administración a quien corresponde presentar una propuesta al congreso, y en este nivel legislativo es donde los funcionarios del actual gobierno, sobre todo el Presidente Mejía, afirman estar dispuesto a asumir compromisos. La administración entrante y la cúpula empresarial sostienen, por el contrario, que la reforma fiscal debe hacerse ahora, ya que así fue pactado con los organismos internacionales de crédito, sobre todo con el FMI.

Pero donde nadie se detiene a discutir el asunto es en el hecho de que si el FMI exigió que la reforma fiscal se realizara antes de agosto, debió prever las consecuencias de esta exigencia, en el contexto en que se asumían los compromisos: el de una coyuntura político/electoral, donde el gasto público, en un estado esencialmente clientelar como el dominicano, se iba a incrementar y donde era previsible que el doctor Leonel Fernández era el potencial triunfador, al ser el sistemático favorito de todas las encuestas serias.

El FMI debe ahora asumir con responsabilidad las consecuencias de su propia apuesta. Debe exigírsele por parte de empresarios y políticos un rol de equilibrio que permita alcanzar los compromisos contraídos con el gobierno saliente en el nuevo marco del gobierno entrante. Para ello el FMI no debe asumir el rol de gendarme o papá regañón que a cada parte involucrada en la transición «le lee su cartilla». Como organismo internacional que negoció con la administración de Hipólito Mejía un esquema de compromisos de política fiscal y monetaria para enfrentar la crisis, el FMI debe ahora hacer el esfuerzo consecuente por abrir un espacio de negociación entre la administración de Mejía y el próximo gobierno de Fernández, espacio que permita definir un compromiso responsable que involucre a todos los actores de la transición, y no los enfrente como partes irreconciliables.

No tiene mucho sentido que la actual administración envié al congreso de forma unilateral su propuesta de reforma fiscal, porque tenga abrumadora mayoría, ya que quien pondrá en ejercicio dicha reforma es otra administración. Se impone, pues, un acuerdo realista, responsable y prudente entre los actores de la transición. Para ello se requiere una clara visión de que el objetivo común de esta transición no es simplemente su ordenado manejo, sino la ordenada continuidad del estado y el bienestar del ciudadano. De todos modos, lo mínimo que los equipos de transición deben hacer es mantener informados a los ciudadanos y ciudadanas, haciendo transparente el proceso de cambio de mandos.

Para lograr esto hay que ir más allá de la visión administrativa y esencialmente politicista del manejo de la transición y asumir una visión de estado. Lamentablemente, esto demanda de una visión distinta de la democracia y del estado moderno de lo cual nuestra clase política está lejos de entender y mucho menos reconocer: la democracia sin ciudadanía y participación es fuente de autoritarismo, el estado de derecho sin bienestar es fuente de desigualdad. Ojalá que quienes negocian hoy la transición de gobierno entiendan que se deben sobre todo a la nación y no al interés parcial de un partido, sea este el derrotado o el triunfador.

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