Tras las huellas de Napoleón

Tras las huellas de Napoleón

POR PILAR BONET/EL PAÍS
Mientras me dirigía a Sovietsk (antes Tilsit) por el ondulado paisaje de la antigua Prusia Oriental (hoy el enclave ruso de Kaliningrado), estaba lejos de imaginar que la Paz de Tilsit, firmada en 1807 por Napoleón y Alejandro I, es todavía un tema sensible para el Estado ruso.

En Sovietsk vino la sorpresa: el Kremlin había vetado los festejos internacionales (con participación militar francesa) que las autoridades locales deseaban celebrar en memoria de aquella paz y de las batallas sangrientas que la precedieron. Pravdinsk (ex Friedland) y Sovietsk podían organizar sus conmemoraciones con turistas y representantes de ciudades hermanadas, pero Moscú no quería festejos estatales. La historia había sido víctima una vez más de una concepción instrumental, en la que el pasado tiene sentido si sirve a una imagen de poderío, y si no es mejor ignorarlo.

Tilsit, en la ribera izquierda del Niemen, pasó a llamarse Sovietsk en 1946, cuando la URSS formó el enclave de Kaliningrado en la zona de Prusia Oriental que se adjudicó al repartir aquel territorio de la Alemania vencida. Como el resto de Kaliningrado, Tilsit fue poblada con emigrantes procedentes de otras regiones soviéticas, que reemplazaron a la población alemana, huida o deportada. Sovietsk tiene hoy algo más de 43.000 habitantes, por debajo de los 59.000 que Tilsit llegó a tener, y tras Kaliningrado (ex Könnigsberg) es la segunda ciudad del enclave.

Al desintegrarse la URSS en 1991, Sovietsk quedó convertida en una ciudad fronteriza con Lituania. La frontera, en el mismo centro, es un puente sobre el Niemen. Erigido en 1907 con ocasión del primer centenario de aquel evento, fue volado por las tropas nazis en 1944 para frenar el avance del Ejército Rojo, y posteriormente fue reconstruido.

En los accesos al puente, pesados camiones con matrículas internacionales forman largas colas ante los puestos de aduana. Con sus tubos de escape y sus vibraciones, los vehículos contaminan el aire y dañan un casco urbano frágil y maltratado, que conserva la estructura urbanística de la ciudad alemana y abundancia de vetustos edificios de la vieja Prusia.

En contraste con los vehículos, los peatones que cruzan el puente han disminuido desde el primero de junio, cuando Lituania, para adaptarse a los acuerdos comunitarios de la zona Shengen, pasó a cobrar los visados turísticos a 35 euros. La medida fue un duro golpe para los jubilados que se ganaban la vida comerciando con alcohol, cigarrillos, medicamentos o azúcar, productos más baratos en Rusia que en Lituania.

En rigor, la Paz de Tilsit debería haberse celebrado en el río, pues fue allí donde se dieron cita Napoleón y Alejandro, en aguas neutrales, en el centro del Niemen, el 25 y el 26 de junio de 1807. Para el evento se construyó una plataforma de madera, sobre la cual se desplegaron dos pabellones, uno marcado con la letra N y otro, con la letra A.

La Paz de Tilsit dio a Rusia una tregua que duró hasta la invasión napoleónica en 1812. A mediados de 1807, Napoleón tenía una posición más ventajosa que Alejandro. Avanzando triunfante por Europa, el corso había arrasado Prusia y derrotado a los rusos en Friedland para perseguirlos después hasta la misma frontera del imperio zarista, que coincidía con el Niemen a la altura de Tilsit. En cierto modo, y dejando de lado las ideologías, la Paz de Tilsit fue el equivalente de la época del Pacto Ribbentrop-Mólotov, porque los dos emperadores se repartieron Europa, como Hitler y Stalin volvieron a hacerlo en 1939.

Después de las citas en el río, Alejandro y Napoleón siguieron negociando en Tilsit, que fue declarada neutral y dividida en dos zonas de acuartelamiento para las tropas francesas y rusas. Del paso de los emperadores queda poca cosa, porque la ciudad sufrió durante la II Guerra Mundial y después las autoridades soviéticas quisieron eliminar las referencias más simbólicas de Prusia. El monumento a la reina Luisa fue sustituido por un discóbolo, hoy ya destruido, y la escultura de un enorme alce (emblema de Prusia) reemplazada por un tanque soviético T-34. El alce fue trasladado al zoo de Kaliningrado y, tras muchos años de reclamaciones, regresó a Sovietsk en 2006 para ser instalado frente al Ayuntamiento, con la cornamenta dirigida hacia una estatua de Lenin todavía en pie.

En una casona de dos pisos de la calle Gagarin (antes calle Alemana), que alberga un comercio, hay una placa indicando que Alejandro vivió aquí entre el 25 de junio y el 9 de julio de 1807. La casa donde residió Napoleón, en esta misma calle, no se ha conservado. Los emperadores estuvieron de paso, por lo que su contribución al aspecto de la villa fue prácticamente nula. Con todo, si uno siente afición por las huellas de los personajes célebres, puede dirigirse al Museo de Historia de la ciudad para enterarse de las mudanzas de Alejandro y Napoleón entre las mejores mansiones burguesas y admirar las diferentes interpretaciones pictóricas de su cita en el Niemen. En el museo conservan también documentos más recientes, reunidos en parte gracias a los «turistas de la nostalgia» y las asociaciones de deportados de Prusia Oriental, existentes en Alemania: fotografías, periódicos y objetos de la vida cotidiana de Prusia, un mapa de los años treinta donde se ve la calle Adolf Hitler (quien estuvo aquí en 1934 y fue declarado hijo ilustre de Tilsit) y un listado de los habitantes de la ciudad y sus domicilios. A menudo, los alemanes descendientes de los deportados vienen al museo a buscar la dirección de sus mayores. El director, Gueorgui Ignátov, consulta el registro, donde los vecinos estaban anotados portal a portal, y encamina al viajero. «Somos una isla de la memoria histórica», afirma Ignátov, que en el pasado fue oficial del Ejército y estuvo destinado en Alemania Oriental.

Al igual que las autoridades de Sovietsk, Ignátov se había preparado durante varios años para celebrar el 200 aniversario de la Paz de Tilsit. Comenzaron muy ilusionados, pues creían que podrían albergar incluso una cumbre ruso-francesa. Los diplomáticos galos también acariciaban la posibilidad de una gran fiesta. Les animaba el ejemplo de Kaliningrado, que en 2005 celebró el 750 aniversario de la fundación de Könnigsberg por la Orden Teutónica con una reunión entre los presidentes Putin y Jacques Chirac junto con el entonces canciller alemán Gerhard Schröder.

En 2007, sin embargo, el ambiente europeo había cambiado y los partidarios de un gran festejo internacional tuvieron que renunciar a sus sueños. El 21 de mayo, el viceministro de Exteriores Grigori Karasin envió una carta a Gueorgui Boos, gobernador del enclave, con el veto ruso para festejar de forma oficial e internacional la gesta napoléonica. «Teniendo en cuenta el carácter desigual de la Paz de Tilsit y su valoración extremadamente negativa por parte de la historia rusa, consideramos apropiado abstenerse de festejos a nivel interestatal», advertía Karasin, quien recomendaba limitarse a participar en actos de menor envergadura, como simposios y rutas temáticas turísticas. «El interés francés en glorificar las victorias de la diplomacia de Napoleón y de las armas francesas es comprensible. Pero nos parece difícil explicar por qué esto debe hacerse por iniciativa de Rusia y en nuestro territorio», sentenciaba.

Como resultado, Rusia no concedió visado a unos 60 franceses (una orquesta militar y un regimiento de honor) que se disponían a participar en la reconstrucción de la batalla de Friedland en junio. Las conmemoraciones de la batalla de Friedland eran para Moscú incluso más problemáticas que las de Tilsit, por cuanto se trató de una grave derrota para Rusia. Friedland se festejó, pero sin militares franceses, que no obtuvieron visado por «dificultades administrativas» de la parte rusa, según una portavoz de la Embajada francesa en Moscú. Asistieron 1.500 entusiastas, la mayoría rusos. A organizar el acontecimiento ayudó Víctor Baturin, el cuñado del alcalde de Moscú, Yuri Luzhkov. Baturin tiene negocios en Kaliningrado, donde ha comprado campos, caballos, establos y locales para crear un parque temático. Baturin es un ejemplo del capital moscovita que ha penetrado agresivamente en Kaliningrado, sobre todo de la mano de Boos, político que pertenecía al equipo de Luzhkov hasta que Putin le envió como gobernador al enclave en 2005.

Ante el ejemplo de Friedland, los de Sovietsk rebajaron sus ambiciones. «Una oportunidad de festejo como ésta sólo se presentará dentro de 50 años como mínimo», afirma, resignado, el alcalde Viacheslav Svetlov. El Museo de Historia había ganado una beca Tascis de 53.000 euros para conmemorar el acontecimiento, por lo que Ignátov pudo celebrar un simposio, y un espectáculo sobre la cita de los emperadores junto a un estanque. En él usaron los bonitos uniformes de época, que el museo había encargado a una sastrería especializada en trajes históricos. Hubo polacos, lituanos e incluso turistas franceses, pero ninguna participación oficial parisiense.

Sovietsk es lugar de contrastes. Su nombre ha quedado desfasado desde que el comunismo dejó de ser la ideología oficial, pero cambiárselo es todo un reto. La antigua fábrica de celulosa ha sido privatizada y da trabajo a 1.200 personas, pero ha dejado de ser el principal contribuyente al presupuesto municipal en beneficio de una fábrica de alimentos, montada con capital lituano. Gracias al régimen para estimular las inversiones vigente en el enclave, Sovietsk ha superado los problemas del paro, que fueron muy agudos. Sin embargo, no está en disposición de dar trabajo a los 30.000 emigrantes que le adjudican los grandiosos planes para llevar al enclave a 300.000 compatriotas de la antigua URSS. Como el resto de Rusia, Kaliningrado pierde población, sin que la política económica para dinamizar la zona haya alterado esta tendencia. En otoño pasado, el enclave tenía algo más de 937.000 habitantes.

La arquitectura alemana domina el centro de Sovietsk. Son mansiones en estilo neogótico o modernista de principios del XX, viviendas de la Bauhaus, casonas de techumbre inclinada, edificios de ladrillo rojo. En las calles secundarias hay portales desvencijados y oscuros y un paisaje evocador de Alemania Oriental tras la caída del muro, que produce tristeza, incluso en esta época veraniega, cuando la exuberante vegetación es capaz de alegrar cualquier ruina. Sovietsk es un espacio periférico, donde no ha llegado la reconstrucción a gran escala que ha cambiado la faz de Kaliningrado. La frontera, dice el alcalde, no le ha dado nada, sólo problemas.

La relación entre Sovietsk y sus habitantes es compleja y dinámica. Un curioso proceso de fusión ha sucedido en Kaliningrado, adonde, entre 1945 y 1953, llegaron 42.000 familias con cerca de 190.000 personas procedentes de 30 regiones, sobre todo de las más destruidas. Eran los repobladores que sustituían a los alemanes, obligados a marcharse. Hasta principios de los noventa, Kaliningrado fue una zona cerrada adonde no podían viajar los extranjeros. Hoy los soviéticos que vinieron y sus descendientes parecen haber asumido el pasado alemán, y el entorno ha asumido también elementos del mundo soviético. En Kaliningrado se han tejido dos tragedias, la de quienes trajeron en su éxodo los recuerdos del horror de la II Guerra Mundial y la de quienes se vieron obligados a pagar el delirio de sus dirigentes con el exilio.

Inessa Koslóvich, profesora de Geografía de la Universidad Kant de Kaliningrado, vino aquí de niña desde Smolensk y recuerda que su familia fue alojada en la casa de una viuda de guerra, una alemana enferma con dos hijos. Tenían un perro y al llegar la fecha de su deportación se lo dejaron a los rusos. Al despedirse en el tren, los niños alemanes se agarraron a la cabeza del animal y los rusos a la cola, y así estuvieron forcejeando, mientras los mayores -llorando- trataban de separarlos. Como muchos otros, Inessa había huido de alemanes que le daban miedo y se encontraba con alemanes que le daban lástima.

En la preocupación de los habitantes de Sovietsk por su ciudad y en su decepción por no poder celebrar su fiesta con toda la pompa que quisieran hay algo conmovedor. Estas personas han hecho suya la memoria de rusos, prusianos y franceses, como si la suma de pasados enfrentados se hubiera fundido por fin en una historia común de europeos.

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