Tras una ecuación perfecta

Tras una ecuación perfecta

MARIÉN ARISTY CAPITÁN
Hace un par de años conocí a un viejo matemático que se entretenía bebiendo una cerveza en el vagón cafetería de un tren con destino a Madrid. Aquella tarde me explicó que la vida era como las matemáticas: una suma de realidades a la que debemos restar sinsabores, dividiendo al máximo los buenos instantes y multiplicando por cero todo lo que nos hace daño.

En aquel momento no pensé demasiado en sus palabras. Pese a ello, anoté algunas frases en una libreta. Hoy las encontré y, pensando en una noticia que nos espeluznó hace un par de días, creo que es oportuno hablar de lo difícil que resulta para las mujeres de este país conseguir esta ecuación.

En un país machista, donde las mujeres debemos entregarnos por entero a quien elegimos o nos eligen, es frecuente ver que los hombres no acepten que las mujeres se vayan y rehagan sus vidas.

Aunque este preludio les suene extraño, surge a raíz de una conversación que escuché recientemente. Era un grupo de hombres, entre los cuarenta y los cincuenta y dos, que hablaba acerca de una muchacha.

Sentados en la parte trasera de un bar, como hacen todas las semanas, los “mozos” decían pestes acerca de alguien que había estado con uno de ellos. Aunque en ese momento no supe qué pasaba, luego me enteré de que la chica en cuestión se había marchado al enterarse de que su novio le había mentido constantemente. Posteriormente, comenzó a salir con otra persona y, por ello, la han puesto en las cuatro esquinas.

Casos como ése son el pan nuestro de cada día. Este, insignificante frente a otros, nos muestra hasta qué punto somos vulnerables. Otros, mucho peores, nos muestran una cara más dura: la de las mujeres que son golpeadas por negarse a seguir sufriendo o, más terrible todavía, las que son asesinadas por defender su libertad (este año son más de cuarenta las que han muerto a manos de sus ex maridos).

Uno de los últimos ejemplos de esta índole fue horroroso: un padre asesina a sus tres hijas y se suicida porque su mujer no quería regresar con él. Al ver ésto uno se pregunta, ¿es que las mujeres no tenemos derecho a elegir?

Parece que no. Porque, ¿cómo se explica que alguien decida matar en nombre de una relación que ya no existe? Tampoco entiendo cómo, aunque no lastimen sus cuerpos, muchos hombres asesinen la moral y el nombre de las mujeres con las que han estado, cuando éstas se niegan a continuar con ellos.

No importa si han sido engañadas, maltratadas física o psíquicamente o tratadas con desdén: una mujer que se resiste al abuso, a la indolencia o a la discriminación será objeto de toda suerte de insultos en el momento en que decida separarse. Entonces, si no desea luchar contra ello, sólo tendrá una válvula de escape: desaparecer.

Historias como ésta son bastante normales en una sociedad donde existe una doble moral que mete miedo. Los hombres engañan pero exigen lealtad y respeto; las mujeres se cansan del maltrato y las mentiras, pero son masacradas; los políticos son electos para defendernos pero abusan de nosotros; nos traen una pila de desechos tóxicos y, en lugar de devolverla, debemos quemarla en el país y aguantar las consecuencias; se habla de la igualdad femenina, pero jamás nos tratan como iguales y se nos lastima; los ladrones de cuello blanco deberían estar presos pero son prestantes hombres de la sociedad; todo parece estar patas arriba, pero a nadie le importa.

No sé si es que vivo en el país equivocado o mis padres me enseñaron valores que no sirven más que para torturarme cada día ante los absurdos que veo. No sé si es que lo que estaba mal ahora está bien, pero lo cierto es que estamos retrocediendo. Ya no se defiende a las víctimas sino a los victimarios. Así, ¿cómo podremos encontrar un resultado para una ecuación tan simple como la de vivir con tranquilidad?

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