Trenzar el pasado, el presente y el porvenir

Trenzar el pasado, el presente y el porvenir

FEDERICO HENRÍQUEZ GRATEREAUX
Chicago es «la ciudad de anchos hombros» que cantaba el poeta Carl Sandburg. En esa enorme ciudad, colocada junto al no menos enorme lago Michigan, todo es colosal: los rascacielos, las avenidas, los aeropuertos, los hoteles, las estaciones de trenes, los museos, los parques. Son miles los turistas que al llegar a Chicago se sienten disminuidos y perplejos, a no ser que vengan de Nueva York o de Tokio. Chicago es la ciudad del novelista Saúl Bellow, el lugar donde hizo sus primeros diseños el legendario arquitecto Frank Lloyd Wright. Se tiene a Chicago por la mítica patria de origen de los gansters de los EUA. Además de todo esto, Chicago es un sitio adecuado para estudiar diversos grupos de inmigrantes en sus «barrios étnicos» característicos.

Allí existen comunidades griegas, polacas, rusas y de otras nacionalidades. Tuve oportunidad de visitar el barrio griego de Chicago a fines de los años setenta. Lo que vi entonces me sirvió como materia prima en la elaboración de mi ensayo: Identidad persistente y mutante. Aquello que percibí directamente, a través de «los ojos de la cara», benefició después del complemento indirecto que fue la lectura de un testimonio conmovedor. Un escritor norteamericano de origen griego, hombre maduro residente en Europa, volvió a Chicago y quiso mirar las calles en las que había transcurrido su infancia. La calle «principal» del barrio griego es una vía llena de pequeños negocios de frutas, de comidas, chucherías, vinos y quesos. Por esa calle había correteado junto a otros niños que no eran, como él, hijos de emigrantes griegos, sino norteamericanos de otras etnias, ya de segunda o tercera generación. Con ellos aprendió a jugar béisbol, a beber gaseosas y a masticar chiclets.

Mientras observaba los cambios operados en las fachadas de los negocios, en los letreros y luces, el consagrado escritor en lengua inglesa recordó su pasado de niño pobre con padres extranjeros. En varias ocasiones él había derramado las cajas de higos que los comerciantes griegos exponían a ambos lados de las puertas de sus tenduchas. Tenía cierta rabia inexplicable contra esos griegos barbados y ceremoniosos, amigos de sus padres, dueños de los establecimientos donde compraban los alimentos que consumían en su propio hogar. Un día, uno de estos vejetes con mostacho, quien hablaba un inglés estrafalario, se presentó en la casa de sus padres y les contó los actos vandálicos en que había participado con otros jovenzuelos «traviesos, irrespetuosos y atrevidos, pero que no eran griegos como el pequeño Niko. Es imperdonable que uno de los nuestros dañe la fruta con que nos ganamos la vida los que hemos venido de Creta». Con estas palabras, aproximadamente, expresó sus quejas el comerciante damnificado. El padre del niño acordó que este trabajaría gratuitamente durante un mes en el negocio del viejo cretense, para compensar de ese modo las pérdidas económicas «de tanta mercancía dañada».

Cada mañana, al llegar el medio día, el anciano cerraba las puertas del negocio, ponía un gastado letrero que decía: toque el timbre; entonces servía al niño un cubilete de aceitunas, colocaba delante de él un plato con rebanadas de pan, una botella de aceite de olivas. Después traía una bandeja con ensalada y se sentaba también a comer. Le explicaba las distintas maneras de preparar las aceitunas que eran tradición entre los griegos; le mostró, en un mapa, la península del Peloponeso y la isla de Creta. Con cada bocado hacía una historia acerca del queso de cabra o sobre la forma de salar y condimentar las anchoas. A la hora de la cena era lo mismo pero, además, el viejo ponía música en un fonógrafo, levantaba los brazos y daba algunos vacilantes pasos de baile. Luego bebía un vaso de vino.

El futuro escritor norteamericano descubrió que los almuerzos y las cenas costaban un poco más que las cajas de higos que habían rodado a la cuneta. Decidió entonces cargar y ordenar las pacas de conservas, barrer los pasillos de la tienda, vigilar las puertas para evitar robos, sacar afuera las bolsas de basura. Antes de cumplir dos semanas comenzó a despedirse con un beso de su patrón-anfitrión. A la tercera semana hizo un descubrimiento sensacional: muchas de las palabras que aprendía en la escuela, estudiando la historia y los rudimentos de las ciencias naturales, procedían de Grecia. Los pobrecitos griegos habían inventado esas palabras mucho antes que los ingleses las adoptaran, las reformaran o las «robaran», como prefería decir el tendero.

El joven hijo de griegos quería ser -como sus amigos de la escuela- norteamericano de la cabeza a los pies, ahora y desde siempre; suponía que era posible borrar el pasado y empezar en cero, en Chicago, en los EUA, sin higos, ni viejos de Creta, ni palabras retumbantes y extrañas. El tendero -creo que se llamaba Protágoras- le ayudó a reconciliarse con sus orígenes, a que pudiera acercarse a la cultura griega y, de algún modo, amarla. Logró así ser norteamericano sin volcar las cajas de frutas -sin destruir simbólicamente a sus ancestros – y aceptó sin reservas la vida en su integridad: la de sus padres, la de él mismo, la de sus hijos, que serían yanquis sin acento griego pero con afición a la comida mediterránea. Y encontró los temas más hermosos para sus tareas de escritor en inglés: las vicisitudes de los emigrantes sin dinero ni títulos académicos que, no obstante, luchan por sobrevivir, trabajan y logran educar y alimentar bien a sus hijos. Algunos de ellos, mucho después, llegan a ser notables escritores norteamericanos «oriundos de Chicago». Prueba de que los hombres son entidades dúctiles que se transforman con el paso del tiempo, lo mismo a golpes de desgracia que a golpes de amor.

 

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