Tributo a la madre

Tributo a la madre

Entre  las frases profundamente humanas, poéticamente hermosas que hacen  tributo al valor y al amor de cada madre, hay una que íntimamente me conmueve y cautiva, dice: “La más bella palabra en labios de un hombre es la palabra madre; y la llamada más dulce: madre mía.”    (Khalil Gibran, 1883-1931).

Jubran Khalil Jubran nace en Bsharri, un pequeño poblado montañoso, bordeado de majestuosos cedros,  al norte del Líbano. Una humilde casa anida su niñez y su  pobreza,  levantadas por la riqueza espiritual de una madre heroica, a quien el  hijo veneró como solo se venera a una madre. Aquella casa, convertida en un emblemático museo perfumado de recuerdos,  rodeada  del colorido de  flores y mariposas incansables, que  tuve el privilegio de visitar, es estancia  obligada de todo aquel  que desee conocer la historia de quien  venciendo estrecheces y limitaciones llegó a  convertirse, por el amor de su madre, en el más admirado filósofo, escritor, poeta y artista  libanés, descubierto en los Estados Unidos a la tierna edad de 10 años.

“Jamás en la vida encontrareis ternura mejor y más desinteresada que la de vuestra madre”, proclamaba Honoré de  Balzac, conocedor profundo de “la comedia humana”, de la avaricia, las innobles ambiciones, las veleidades del amor, encontrando en la mujer, hecha madre, la abnegación,  la entrega total,   capaz de todo sacrificio por el hijo nacido de sus entrañas.

Uno de los hombres más preclaros, Abraham Lincoln, defensor de igualdad de la raza humana,  muerto por la grandeza de sus ideales libertarios, declara: “Todo lo que soy o espero ser se lo debo a la angelical solicitud de mi madre.” Pensando  en “los miserables” que no saben vivir ni  perdonar, Víctor Hugo  puso en Jean Valján un corazón de madre que cobija y protege a su Cosette, cumpliendo el compromiso hecho a la madre moribunda, víctima de la injusticia y la crueldad de los hombres.    

Entonces, cómo explicar esta violencia desenfrenada, este frenesí que es locura, esta vesania  y maltratos que inundan  las páginas de los periódicos, el espacio de los noticieros, las imágenes televisivas  donde la mujer, nido donde naciste,  madre de tus propios hijos, es tratada como  cosa  sin valor, sin dignidad, a la que se puede  arrojar como basura o hacia una tumba fría, sin dolientes. Una mierda. Quizás porque “las madres perdonan siempre, han venido para eso.” (Alejandro Dumas).     

Ciertamente somos una sociedad cambiante, decadente,  minada por  una serie de  anti valores que desplazan aquellos  que nos inculcaron nuestros progenitores y que hicieron posible nuestros patricios para darnos una patria hermosa, libre e independiente, donde las desigualdades sociales, la pobreza extrema, la marginación, la frustración de nuestros jóvenes, la corrupción y la impunidad  no sean el patrón del diario vivir. Y  llegamos a la aberración de darle categoría    constitucional a una creencia religiosa, un dogma de fe que condena a la mujer a llevar en su vientre el fruto maldito de un incesto, de una violación, de un embarazo perjudicial a su salud  y no querido, desconociendo que “de las muchas maravillas que hay en el universo, la obra maestra es el corazón materno.” (Ernest Bersot).       

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