La pasada semana tratamos el tema de la depresión como causa de suicidios, con numerosos comentarios de amigos lectores, quienes me han pedido continuar con el tema. Con sumo agrado seguimos hoy “conversando” sobre la depresión como enfermedad mental secundaria a trastornos del estado de ánimo, que al mismo tiempo genera no sólo gran deterioro en la calidad de vida, sino una peligrosa propensión al suicidio.
La tristeza no es depresión, en ocasiones se confunde y oímos decir “estoy down, me siento deprimido”. La tristeza es un sentimiento normal, que todos tenemos en algún momento en nuestras vidas, en respuesta a situaciones poco gratas. Lo que no es normal es la depresión. Esta es una alteración mental muy importante, pues no solo nos resta alegrías, sino que agrava la mortalidad, pues está demostrado que no es únicamente una enfermedad del cerebro, sino de todo el organismo, en razón de que aumenta los riesgos de: alteraciones cardiovasculares, cerebrales, inmunológicas y hormonales. Más del 87% de los pacientes con depresión reportan algún nivel de disfunción, sea esta laboral, económica o social, y nada a decir de su plenitud sexual, en otras palabras, “muere todo”.
Pero volvamos a la tristeza y a la distimia, esta última es para la mayoría una fase previa a la depresión florida, pues para el diagnóstico definitivo de depresión se necesitan una serie de síntomas y signos muy específicos. La distimia, término utilizado por primera vez por James Kocis, de la Universidad de Cornell durante la década de 1970, también llamada trastornos distímicos, deriva del griego “mal humor”, es en verdad un trastorno crónico, donde predomina la autoestima baja y el ánimo melancólico, pero no cumple con todos los criterios para poder hacer el diagnóstico de depresión. En su periplo, a ese paciente lo vemos médicos de varias especialidades, pues se enmascaran los síntomas mentales en manifestaciones orgánicas y visitan: neurólogos, cardiólogos, gastroenterólogos, etc. Sin embargo, lo que debería pasar es que sea manejado desde un principio por las manos expertas de terapeutas: psicólogos y psiquiatras.
Veamos algunos de los síntomas que pueden estar presentes en esta condición mental: pérdida o aumento del apetito (anoréxica o glotón), insomnio o hipersomnias (duerme poco o duerme todo el día) falta de energía o fatiga (no tiene deseo de nada), muy baja autoestima (se siente un perdedor), dificultades para concentrarse o para tomar decisiones (no culmina ningún proyecto), sentimientos de desesperanza (todo está mal, nada lo hace sonreír) aislamiento social (no participa de nada, “iré después”) falta de locuacidad (vive apático, con conversaciones lacónicas y respuestas en monosílabos, sí y no), pierde el interés por las actividades que producen placer (cosas que antes lo alegraban) pierde el deseo por la actividad sexual (encuentra mil excusas para obviarlas), no cordializa (todo el mundo es malo), se descuida de su apariencia (anda medio sucio). Es decir, que estos eventos son premonitores de lo que pudiera ser más adelante un colapso fatal. Episodios de agresividad, abusos de drogas y alcohol con ausentismo laboral, pueden presentarse. Es en las fases tempranas donde la ayuda del psicoterapeuta debe iniciarse, para que esta sea más efectiva y dé buenos frutos.
La meta terapéutica es procurar la mejoría total y sostenida. No podemos decir que sea fácil, pero en la mayoría de los casos se puede lograr. Tanto el psiquiatra, como todos los médicos, disponemos hoy de un amplio armamentario de antidepresivos y sedantes, que junto con la psicoterapia (es fundamental) permiten lograr los propósitos que redunden en beneficio del individuo, la familia, el trabajo y el mundo que rodea a ese ser humano realmente infeliz. ¡Evitémosla a todo costo!