Tropezones de lujo

Tropezones de lujo

Por Caius Apicius
MADRID (EFE).-
Solemos llamar «tropezones» a los elementos sólidos que acompañan al ingrediente principal de un plato; así, hablamos de arroz «con tropezones», aunque lo más habitual es que con este término nos refiramos a cosas que flotan en una sopa, en una crema…

Hace años, antes de que la bollería industrial invadiese los hogares, era muy normal desayunarse una taza de café con leche en la que se echaban «barquitos», dados de pan; eso sería un café con tropezones, aunque nadie le llamase así; y había quienes, a fuerza de echar pan, apenas dejaban sitio para el café. Normal: el pan alimenta más.

Hoy hablamos de tropezones más bien ilustres, que se han ido incorporando a platos tradicionales que nacieron sin ellos. Piensen, por ejemplo, en un gazpacho, uno de los platos que identifican en el mundo la cocina española… aunque a muchos españoles nos parezca injusto.

Bueno, un gazpacho, en su versión más extendida, la roja, la que lleva tomate –hay gazpachos blancos, y hasta verdes–, suele servirse con tropezones; lo normal es hacer llegar al comensal unas bandejitas con daditos de pan seco, tomate también en dados minúsculos, pepino en el mismo estado, cebolla muy picada… El comensal se sirve a su gusto, y listo.

Esto es lo clásico. Pero desde hace unos años proliferan en los restaurantes los gazpachos ilustrados con marisco, en los que los tropezones no son pan y hortalizas, sino rodajas de langosta. Los puristas ponen el grito en el cielo, pero hay que reconocer que la cosa está muy bien… especialmente si para «alargar» o «aclarar» el gazpacho se usa un poco el agua de cocción del propio crustáceo.

Menos pretencioso, el ajoblanco, que viene siendo un gazpacho de ese color, hecho con almendras y ajo, entre otros elementos, se ha decorado siempre con unas cuantas uvas dulces; hoy es más normal sustituir las uvas por dados de melón, también bien dulce. En el salmorejo, que a grosso modo podríamos definir como un gazpacho sin agua, se suele añadir huevo duro picado y, más importante, jamón serrano muy picadito…

Pero seguramente es la «vichyssoise» la que alcanza las cumbres de la sofisticación en lo que a tropezones se refiere. Como sabrán ustedes, lo tradicional es decorar esta crema fría de puerros, de nombre francés pero nacida en los Estados Unidos, con unas briznas de cebollino… aunque haya despistados que le ponen perejil, que no le va en absoluto.

 

Una vichyssoise de lujo

 Bien, pues hay una variación que convierte una sencilla «vichyssoise» en un lujo, y cada año más lujoso, valga el retruécano: consiste en, una vez servida la crema en los correspondientes cuencos, añadirle una generosa cucharada de caviar, a poder ser iraní, por ración. Aquí, como ustedes comprenderán, sobra el cebollino; siempre podrán mandar a quien rechace la crema con caviar a, precisamente, escardar cebollinos, que es como mandarle a freír espárragos.

El sabor marino del caviar se complementa perfectamente con el de la «vichyssoise», que en este caso debe estar bien untuosa, es decir, que hay que ponerle un poquito más de nata. La combinación es magnífica, y sólo tiene un defecto: que, una vez probado el platito, ya no sabrá nunca igual una «vichyssoise» tradicional. Y el antojo sale caro.

Pero, como suele decir un amigo mío cuando se le habla de sal gris, de sal rosa, de pétalos de sal… donde esté la sal negra, que se quiten las demás. Le preguntamos: «¿qué sal negra?», y contesta, tan serio: «el caviar, naturalmente…»

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