Mediante su Decreto 410-2001, el Presidente Hipólito Mejía, bien asesorado, le dio paso a la idea de conformar una Comisión Especial integrada por sectores de la sociedad civil, los partidos políticos, el gobierno y personalidades independientes, de reconocido acervo jurídico cultural, para que se abocaran a un estudio profundo de la Constitución de la República e hicieran recomendaciones y sugerencias que sirvieran de pauta para una gran reforma constitucional.
Así lo hicieron los convidados durante meses, integrándose en mesas de trabajo especializadas bajo la coordinación de monseñor Agripino Núñez sometiendo propuestas interesantes, aprobadas por la Asamblea, que irían desde la independencia del Poder Ejecutivo del Ministerio Público y del Contralor General de la República, la reestructuración pluralista del CNM, el reordenamiento de la división territorial y política y encarecidamente la inclusión de la Asamblea Constituyente como mecanismo democrático de la voluntad popular para conocer de reformas extraordinarias o de una nueva Constitución. De esa enorme montaña de laudatorio esfuerzo, salió un ratón: se eliminó el principio de la no reelección para facilitar el fin real perseguido: la re postulación del gobernante electo por sólo un período constitucional de cuatro años.
Como jefe del gobierno, el Presidente Fernández Reyna tuvo la feliz iniciativa de crear el Consejo Económico y Social Institucional (CESI), órgano asesor y consultivo de la Presidencia semejante al instituido en España, integrado por un selecto grupo de organismos representativos de la vida nacional bajo la coordinación del sempiterno y eficiente monseñor Agripino Núñez Collado. Su primera prueba de fuego fue estudiar la viabilidad de un sistema de transporte (El Metro) acariciada por el Señor Presidente, encomendada su ejecución al ingeniero Diandino Peña quien, cortésmente, accedió a una petición del Coordinador del CESI compareciendo, con otros expertos, incluyendo al Ing. Hamlet Hermann, para dar las debidas explicaciones de su costo y bonanza, las cuales no prevalecieron frente a fundamentadas críticas de sus oponentes que entendían que existían otros estudios, menos onerosos y más viables, para la solución de ese grave problema nacional. El CESI fijó su posición. Al Presidente le disgustó no ser complacido. Y ese fue el comienzo y el fin del CESI y sus pretensiones.
Más grave, la manipulación de las Consultas Populares elaboradas por un grupo de juristas designados por decreto para recoger opinión sobre el proyecto de Reforma Constitucional que su ideólogo llamara la más grande revolución democrática y que, en verdad, se trataba de una nueva Constitución. Los consultados votaron a favor de una Asamblea Constituyente y de una serie de medidas similares a las formuladas en el incipiente ensayo del 2001. El Presidente optó por no hacerle caso. No era esa su idea. Rechazó las medidas que no encajaban con su plan y descalificó la Constituyente, confiándole a la Asamblea Revisora (sic), una misión que no les correspondía: conocer de una Nueva Constitución que respondiera a intereses particulares de sectores del poder y de los partidos representados en ese cónclave, con exclusión de la soberanía popular, de donde emanan todos los poderes del Estado. Burlada de nuevo su poder soberano por las tropelías de sus gobernantes, he ahí sus frutos.