TRUJILLO DE CARNE Y HUESO

TRUJILLO DE CARNE Y HUESO

POR FERNANDO INFANTE
Trujillo nació el 24 de octubre de 1891. De niño sufrió enfermedades propias de esa etapa de la vida; la más severa fue un ataque de difteria a los siete años. Ya adulto las fiebres palúdicas lo afectaron y además, contraía gripe con relativa facilidad. En el año 1935 admitió que había sido intervenido quirúrgicamente en tres ocasiones por el urólogo francés Georges Marión. Seis años después hubo de serle extirpado un ántrax del cuello.

Aún con ese historial clínico no puede considerarse que Trujillo tuvo una naturaleza débil o enfermiza. Estaba dotado de gran vitalidad. Sus jornadas de trabajo eran largas como también lo fueron sus extensos recorridos a caballo que acostumbraba hacer por las distintas regiones del país, en sus primeros años de gobernante. Desarrolló gran predilección por ese noble animal y sus visitas a las carreras hípicas fueron su diversión deportiva favorita.

Desde su juventud Trujillo mostró un esmerado cuido por su apariencia personal por lo que siempre lucía con gran pulcritud; en él sobresalía la disciplina y el método, lo mismo que un agudo sentido intuitivo y de astucia, conjunto de atributos que supo aprovechar para su elevación. No se le conoció inclinación por la lectura entre sus hábitos, pero sí una gran atracción por el sexo lo que contribuyó a darle mayor intensidad a su vida.

No hizo militancia política aunque se le atribuyó haber participado en un movimiento revolucionario a favor del caudillo Horacio Vásquez. En 1914 durante el gobierno de José Bordas Valdez, estuvo brevemente detenido, junto a su padre, señalados ambos simpatizantes del horacismo.

Cuando Trujillo ingresó a la carrera militar tenía 27 años y una estatura de 5’7”; era de contextura delgada y fuerte, en su rostro de rasgos mulatos sobresalía una mirada dominante. En un tiempo relativamente corto, apenas doce años, alcanzó todos los grados militares y la Presidencia de la República.

Para Trujillo era razón de orgullo ser tenido como hombre trabajador y de inflexible apego al deber; no omitía oportunidad de recordarlo. Un oficial recién asignado a prestar servicios en la Hacienda Fundación, no dio importancia a un visitante de apariencia rural que había preguntado por aquel. Al día siguiente Trujillo le inquirió al militar acerca de la persona que precisamente había estado allí y era alguien que él esperaba. El teniente solo atinó a responderle que debido a los pocos días que llevaba en ese lugar no se había familiarizado con todas sus responsabilidades por lo que había olvidado anunciarle al visitante. Trujillo le dijo con toda energía; “Yo tengo todos los problemas del país en la cabeza y no se me olvida nada. Considérese trasladado”.

Trujillo se sentía como hombre de campo. Su día de trabajo comenzaba al alba. En su Hacienda Fundación atendía con riguroso celo su “triple acción de agricultor, ganadero e industrial”, como señala uno de sus más calificados biógrafos. Dedicaba un especial cuidado a sus reses. A veces, cuando el río Yubazo, que pasaba por su hacienda, hacía una de sus eventuales avenidas y arrastraba alguna vaca, se desesperaba, gritaba e increpaba a los peones para que se lanzaran a las aguas turbulentas a rescatar al animal, con la promesa de recibir compensación económica.

En el Palacio Trujillo era cortante al dar órdenes: “eléctricamente impartía instrucciones breves y precisas y quien las recibe se limita a retirarse dándole la espalda respetuosamente. A ningún subalterno se le ocurre sobrepasar en su presencia el motivo de una llamada”.

Trujillo era gregario y conversador; a pesar de la personalidad temible que desarrolló en su ejercicio despótico del poder. En su círculo familiar y de amigos se mostraba cálido y expresivo; tenía por costumbre ofrecer medicamentos, que los guardaba en abundancia, y hacer sugerencias médicas a quienes hablaban ante él de sentir algún malestar.

Héctor Incháustegui Cabral recuerda en su hermoso libro “Pozo Muerto”, acerca de las llamadas que le hacía el Presidente cada día al hospital de La Habana, para animarlo y hacerle recomendaciones al doctor Núñez Portuondo, acerca de la grave enfermedad que éste respetado médico atendía en el hijo enfermo del diplomático. El doctor Abel González, en un opúsculo suyo de reciente publicación cita que Trujillo, cuando se trataba de familiares “él quería opinar y recetar también”.

Trujillo vivía para el poder por lo que recurrió a un ejercicio permanente de la simulación e histrionismo. Su fuerza como gobernante descansaba, mayormente, en la sensación de miedo que transmitiera a los demás. A veces, de manera sorpresiva, promovía espectaculares sacudimientos de su gobierno, con resultados de purgas que llevaban a prisión funcionarios del mayor encumbramiento, para que luego de pasado el desconcierto colectivo, recibir la renovada claudicación y exaltaciones de fidelidad.

Otra herramienta útil en su práctica autocrática del poder, consistía en seguir la vieja máxima “divide y vencerás”. Alimentaba celos y rivalidades entre sus principales colaboradores para aprovecharlas cuando les venían al caso. Hasta el chisme hogareño, lo mismo que incómodas intimidades en la vida privada de sus funcionarios y allegados las conocía al dedillo y las guardaba como reservas para su uso oportuno.

A Trujillo se le ha señalado un instinto asesino y sangriento; sin embargo, no se conoce que hubiese incurrido personalmente en algún asesinato ni tampoco que asistiera a cárceles para disfrutar de ordenar prácticas de tortura o vejación. Contrario a esa imagen de crueldad, Jesús de Galíndez, quien vivió en la República Dominicana desde 1939 hasta febrero de 1945, en su conocida obra de tesis “La Era de Trujillo”, editada en 1956, y a la cual se le ha atribuido su secuestro ordenado por Trujillo, señala en las conclusiones de su sobrio estudio: “sólo cabe matizar en el régimen trujillista que la supresión de libertades políticas, aunque a veces adquiere tintas sangrientos, suele manifestarse más bien en otro género de opresión más sutil porque busca la humillación moral sin dejar rastros acusadores”.

Los crímenes

Los crímenes políticos en la Era de Trujillo, perseguían causar un efecto intimidante que sirviera para “aterrorizar primero y disciplinar después al conjunto de la sociedad”, dentro de un rígido orden social. Tales acciones no eran aplicadas para satisfacer una aberración del gobernante. En su primer lustro de gobierno, Trujillo aplicó una política de eliminación de los caudillos regionales más díscolos y obtener con ese “esfuerzo”, como lo llamó el humanista Pedro Henríquez Ureña “la verdadera unificación del país”.

Durante esos primeros cinco años de gobierno, fue cuando se produjo, en conjunto, el mayor exterminio de opositores políticos. Una obra publicada en Puerto Rico en el año 1937 por el periodista Francisco O. Girona, fue la primera publicación en señalar una relación amplia de los asesinatos cometidos para la consolidación del régimen. Dicho libro se titula “Las fechorías del bandolero Trujillo” y cita los nombres de los más conocidos personajes que fueron sacrificados e incluye, sin mayores detalles, supuestas eliminaciones masivas ejecutadas en determinadas comunidades.

El balance luctuoso que ofrece la mencionada obra alcanza unas quinientas personas. A partir de ahí, gran cantidad de libros sobre Trujillo han reiterado aquella violencia inicial, y las que siguieron ocurriendo, más selectivas, pero con igual motivación como muestra del carácter criminal de Trujillo, según tantos autores. 

Emilio Cordero Michel 

Emilio Cordero Michel, respetado historiador, en un trabajo que hizo sobre “los movimientos sociales y políticos durante la Era de Trujillo”, detalla las conspiraciones que se fraguaron contra el régimen y la cadena de muertes a que condujeron esas conjuras. Además de hacer referencia a los asesinatos antes señalados, incluye en su estudio las tramas militares y los crímenes políticos en los cuerpos castrenses que en su totalidad superaron en poco las doscientas muertes.

Agregándoles a todas esas muertes las ocurridas en los dos intentos de insurrección armada que llegaron desde el exterior; el primero en el año 1949 que dio por resultado el sacrificio de unas quince personas, entre los siete expedicionarios y los pilotos del avión cañoneado, junto a los que fueron vinculados como colaboradores de la expedición en la ciudad de Puerto Plata; más 217 que cayeron en Constanza, Maimón y Estero Hondo diez años más tarde, entre muertos en el campo de acción y capturados y asesinados luego, así como los casos esporádicos de muertes en cárceles y en calles en todo el largo de la Era de Trujillo, se podría hacer un ejercicio especulativo que aproxime a cifras razonablemente creíbles sobre la criminalidad del régimen, ya que resulta del todo imposible llegar a conclusiones definitivas. 

El atentado

Cuando ocurre el atentado en que Trujillo pierde la vida, éste se aproxima a cumplir los setenta años. El aplomo que había mostrado en sus actuaciones pasadas había perdido firmeza, lo mismo que su equilibrio emocional; esas fisuras en su recia personalidad lo llevaron a cometer errores de Estado mayúsculos, como lo fue dejar la responsabilidad del destino de los prisioneros de las incursiones insurgentes que llegaron en junio de 1959 a la decisión de su hijo Ramfis, conocida la inexperiencia de éste en asuntos políticos.

El sentido común y de la oportunidad perdió lucidez en Trujillo. Sus acciones en medio de la crisis nacional e internacional a que hacía frente así lo daba claramente a entender. Entró en abierta y hostil relación con la Iglesia Católica, su fiel y útil aliada por tres décadas. También incurrió en su mayor desatino; el atentado contra la vida del presidente venezolano Rómulo Betancourt, decisión que provocó sanciones económicas y el aislamiento político del país en la comunidad internacional. 

Las hermanas Mirabal

El último eslabón de esa cadena de desaciertos finales de Trujillo, llevado por su razonamiento errático, lo fue endosar su autoridad para el asesinato de las hermanas Mirabal, crimen sin el menor sentido de justificación y por demás inoportuno, que, como señala un historiador francés “rompe los lazos de solidaridad que aun lo une a la sociedad”.

A su muerte en 1961, Trujillo deja como legado, en contraposición al sometimiento en que mantuvo a la sociedad dominicana durante su largo mandato opresivo, un país limpio del caudillaje político, organizado con instituciones eficientes y en un proceso de desarrollo que lo sitúa en el mundo moderno.

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