Trujillo y su tiempo

Trujillo y su tiempo

R. A. FONT BERNARD
En tres artículos publicados recientemente, en el periódico HOY, el investigador y periodista licenciado Fernando Infante ha renovado cronológicamente, el punto de partida de la dictadura de Trujillo, iniciada el año 1930. La exposición del licenciado Infante coincide con la encuesta iniciada por un periódico local, destinada a establecer, si procede o no, la repatriación de los restos mortales, de aquel, a quien en uno de sus enfervorizados cortesanos, invistió con el calificativo de «el décimo trinitario», en uno de sus discursos laudatorio.

Para conciliar nuestras apreciaciones relativas a Trujillo y su tiempo, nos parece pertinente dejar establecido si Trujillo fue un dictador o un tirano. Porque dictador es, conforme lo define el «Diccionario Político», «quien ejerce la modalidad peculiar del absolutismo, o concentración del poder en una sola persona o grupo». O sea, si el absolutismo se justifica así mismo, y no necesita pretextos, como una reacción a un estado de cosas, y con un propósito de regeneración y saneamiento. O sea, el Trujillo que presenta el licenciado Infante en los artículos a los que nos hemos referido precedentemente.

Trujillo es el más fascinante personaje del siglo XX dominicano. Y si aún no ha sido admitido definitivamente con la calificación de protagonista de la historia, es el personaje central de la más voluminosa biografía nacional, y un éxito bibliográfico que sobrepasa, en mucho, a nuestro padre de la Patria, Juan Pablo Duarte.

La historia es una hechura de los hombres, no una empresa abstracta, ni un episodio de ficciones. Y se deshumaniza a los protagonistas de la historia, cuando con el propósito de engrandecerlos o de degradarlos, se cae en una profanación. «La Fiesta del Chivo» de Vargas Llosa, y «La Era de Trujillo» de Pedro González Blanco, confirman y testimonian.

Quienes sin haberlo conocido, o quienes sin haber vivido la llamada Era de Trujillo, suelen referirse peyorativamente a éste, partiendo de un error de óptica, opinan como si nuestra historia fuese una delicia idílica, una pastoral, o un mundo de coloquios celestiales, -todos limpios de pecados-, cuando la realidad histórica confirma, una larga cadena de atrocidades, truculencias, perfidias e injusticias. La nuestra como la mayoría de las historias de los países del litoral latinoamericano, ha sido escrita, según su espíritu y según su sangre.

En lo que se contrae a la recreación de la sociedad dominicana del tercer decenio del siglo XX, la fuente más objetiva y confiable que conocemos, es la obra del profesor Juan Bosch, titulada «Trujillo, Causas de una Tiranía sin Ejemplos». Y para captar la fisonomía moral del autócrata, es imprescindible consular, la segunda parte de la obra del Doctor Joaquín Balaguer, titulada «La Palabra Encadenada».

Nos arriesgamos a recomendar, adicionalmente, la lectura del «Tiberio -Historia de un Resentimiento- del doctor Gregorio Marañón, y «Otras Vidas», del famoso urólogo español doctor Antonio Puivert. La enfermedad que afectó los últimos años, la psiquis de Trujillo, no justifica pero explica, los trágicos acontecimientos protagonizados en el tramo final de la dictadura.

Para el doctor Balaguer el más perspicaz y lúcido de los observadores del drama dominicano, que sumió en el oscurantismo político y social todo un tercio del siglo XX, Trujillo fue un resentido, que humilló a todo el mundo, para vengarse de los desprecios que recibió, cuando luchaba por ascender en medio de una sociedad que le era hostil.

El año 1916, Trujillo era un capataz de un ingenio azucarero, o era un  abigeador, según las apreciaciones de sus panegiristas o de sus detractores. Ese año, el general Desiderio Arias, quien en el certamen electoral del 1930, resultó electo senador por Montecristi, desempeñaba las funciones de Ministro de la Guerra en el Gobierno del presidente Juan Isidro Jiménez. Y para entonces, mucho de los políticos que catorce años después, estarían  a su servicio, entre los que vale citar al doctor Jacinto B. Peynado, José Manuel Jiménez, Elías Brache, Cayetano Armando Rodríguez, y los generales Manuel de Jesús Castillo, Antonio Jorge y Augusto Chottin, eran figuras connotadas de la nación. A partir del año 1930, todos quedaron subordinados a la voluntad omnímoda del «ilustre jefe».

Al apoderarse del poder el año 1930, Trujillo intuyó, que tras los ocho años de la intervención militar norteamericana, y los subsiguientes seis años de inmovilismo político y social del gobierno presidido por el General Horacio Vásquez, caducaba la etapa de nuestra vida republicana, iniciada con la caída en un charco de sangre del Presidente Ulises Hereaux. Lo que justifica su decisión de constituirse en el arquetipo y modelador del espacio histórico en el que le correspondió actuar.

Fué, él digámoslo sin eufemismos, el producto de ciertas condiciones, económicas y sociales, que determinaron la emergencia de un régimen de fuerza. Hay que destacar, sin embargo, que su intuición le fue más valiosa que su sable. ¿Por qué una sociedad, socialmente cerrada, y en la que aún quedaban remanentes de los hombres que protagonizaron las luchas civiles de los primeros años del siglo, se plegó sumisa a un advenedizo, o se resignó humillada en las habitaciones de sus hogares? ¿Por qué, no obstante los crímenes y las vejaciones de los primeros años, el pueblo llano se puso a su lado, en una proporción abrumadoramente superior  a quienes le adversaban? A Trujillo lo proyectó como líder político y militar, el agotamiento de la etapa, que culminó con la ocupación militar norteamericana del 1916.

Para el año 1959, -el de la expedición integrada por un grupo de jóvenes idealistas pero inexpertos-, Trujillo era ya la encarnación el «Príncipe Loco». Se había agotado su protagonismo, en los órdenes nacional e internacional. Era un trágico sobreviviente de sí mismo.

A los cuarenta y tres años de su desaparición física, Trujillo es aún, el gran enigma del siglo XX dominicano. Un enigma que pervivirá por un tiempo indefinido, porque su dictadura fue una radiografía moral de su época. Y quienes intenten arriesgarse a retocar esa radiografía, calificarán como profanadores de la historia. Trujillo «El Pequeño Cesar del Caribe», del periodista Germán Ornes, o el «Trujillo, velamen, timón e impulsador», del poeta Virgilio Díaz Ordóñez, ejerció un poder no sólo político sino psicológico, lo que se evidencia en muchas de las decisiones y arbitrariedades, subsiguientes a su desaparición física.

Murió como había vivido, validando la sentencia latina, conforme a la cual «lo que entra con sangre con sangre cae».

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