Tú no eres mi papi

Tú no eres mi papi

TONY PÉREZ
Jamás pensé que Darío lloraría alguna vez. Y menos como lo hizo aquella noche de cervezas en un rincón dominicano en Puerto Rico: desconsolado, abatido.  Pero con muchas ganas de tender un puente mágico que le colocara en un abrir y cerrar de ojos en la República, sin la mediación del mar que ahora le aterroriza.  Quiere volver y borrar de su mente cualquier rastro de la ilusión por unos cuantos dólares para mejor criar a su hijita . Antes de irse en yola y escuchar “las voces tenebrosas” del Canal de la Mona acercarle a la oscuridad de la muerte, él era un tipo de armas a tomar.

En los ochenta y principios de los noventa, saltaba como un sapo por los grupos de la izquierda más agresiva. Sus allegados le consideraban un tipo capaz de todo y por eso la Policía le buscaba cuando no estaba preso. Todavía eran tiempos de represión de las ideas en Dominicana.

No era intelectual, pero compensaba con la solidaridad; llevaba alimentos a sus camaradas escondidos, por encargo de las esposas. Gozaba haciendo travesuras y mostrando su guapeza.

Hasta que un día se cansó de ser revolucionario sin comida para él y su hijita.

Este mulato no sabe cómo sobrevivió a la travesía. Lo cuenta mientras las lágrimas surcan su cara árida.

 El canal parecía una tromba dispuesta a cobrarle la factura máscara: la vida. No tuvo sin embargo tan mala suerte como otros viajeros dominicanos que abordaron la débil embarcación.

Sobrevivió. Aunque dos o tres años después decía que hubiera preferido ser manjar de tiburones hambrientos que  actor en el infierno que para él es Puerto Rico.

En esa isla de violencia la vida se le convirtió en un ciclón. Cada día era una pesadilla. Tuvo que aprender a mezclar cemento y pegar bloques. Colgarse de edificios para pintar paredes. Impermeabilizar techos a fuego limpio, a pleno mediodía tropical.

El dinero que cobraba le quedaba muy lejos a los gastos obligatorios en renta, energía, transporte, comida, su hija, su compañera.

Y para colmo era considerado un ilegal, es decir, un ser humano sin derechos. No podía… o no quería entenderlo.

Ahora en la crisis, con la hija de su adoración a unas cuantas millas de tiburones y potentes corrientes marinas, la locura casi le atrapaba. Nadie que le conociera antes podía creer en esa escena desarrollada justo al lado de una vellonera moderna que tocaba bachatas, salsas y merengues dominicanos.

Temí por su vida cuando masculló que portaba un revolver. Durante un par de minutos estrelló su cara sobre la mesa y las cervezas y vasos se contornearon. Algo más grave le pasaba, mas se resistía a contarlo.

 Lucía impotente. Al final decidió narrar el mal que le atormentaba: Una noche cualquiera, sentado frente a la misma mesa donde está ahora, pretendía olvidar las penas apurando tragos de ron puro y luego cervezas frías.

 Al filo de las doce, ya chocado por la bebida, se levantó y fue al teléfono público cercano (tenía una clave para llamadas internacionales sin pago alguno).

Primera llamada a su casa: “Aló”. Una voz varonil le contestó al otro lado. Darío colgó y atribuyó al alcohol la llamada fallida. Segundo intento: “Alóuuu”. La misma voz.

Darío volvió a colgar. Sintió que estaba dominado por la borrachera pues ni siquiera podía hacer una llamada. Tercer intento y respondió la misma voz de macho:“Alóu”.

Darío enderezó la cabeza y recuperó la razón. Comprendió que el mejor amigo de luchas se había convertido en asiduo huésped de su hogar tan pronto él enfiló proa para la Isla del Encanto.

Y su hijita, su adorada hijita, al te quiero mucho e iré pronto para llevarte muchos regalos, le respondió con profunda inocencia: “Darío, ya tú no eres mi papi, mi papi es.”

Y Darío se derrumbó en llantos. Sólo susurró lloroso: “Ella no ha sido leal como mi madre”.

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