La sociedad dominicana está encadenada en el asombro que se releva a cada rato, por los excesos en que incurre la Policía contra los ciudadanos, a quien se presume debe servir, proteger, porque sus recursos de existencia surgen precisamente de los dineros del contribuyente vía el andamiaje fiscal impositivo del Estado.
Pero la ciudadanía, en vez de apreciar en los agentes policiales a sus protectores, les teme, porque ven en ellos a sus agresores, los que quiebran su integridad física, donde impera el gatillo alegre, una de sus alternativas, los «intercambios de disparos», que el año último segó la vida de 230 individuos.
La eliminación por los «intercambios de disparos», en una inmensa mayoría, tipejos del bajo mundo criminal con innúmeras fichas, es la solución sumaria que se arroga la Policía, una deplorable instancia o atajo miserable que delata que no existen mecanismos y/o terapias adecuadas para regenerar a ese individuo e insertarlo sano y útil a la sociedad.
Cuando menos, es la interpretación cabal que define la Comisión Nacional de los Derechos Humanos, en la persona de uno de sus más connotados defensores, el activista Virgilio Almánzar, reconocido por su verticalidad, probidad y servicio público admirables.
El más reciente de los desmanes de la uniformada, como se le dice a la Policía, o «el cuerpo del orden», que es un calamitoso desorden, como en sentido general lo es el país, fue el crimen alevoso de la joven Arlene Pérez Simsar, asesinada de un tiro en la cabeza, y que también por poco cuesta la vida a su acompañante, Juan José Herasme Alfonso, hijo de mi entrañable Silvio Herasme Peña.
Herasme Alfonso se salvó porque el arma de su potencial victimario se le trancó, y solicitó la de su compañero, para ultimarlo, que por suerte, se negó, pero en el forcejeo fue herido un agente de la patrulla policial.
La Policía no amerita de ninguna reforma ni reingeniería para modificar la conducta agresiva, delincuencial, que manifiestan muchos, no todos, cierto es, de sus integrantes, sino «bajarle línea» desde las más altas instancias de poder en relación a su trato con la ciudadanía.
Es menester cada vez que se tratan los excesos en que incurren con marcada frecuencia la Policía, recordar que cuando el profesor Juan Bosch se desempeñó como jefe del Estado, el jefe de la Policía lo era el temible Belisario Peguero Guerrero, que en el gobierno del Consejo de Estado repartió más palos que un aserradero entre la ciudadanía, pero en el gobierno inolvidable de Bosch, no se registró ni un exceso a la población.
Durante el gobierno provisional del doctor Héctor García Cáceres, el jefe policial, entonces coronel José de Jesús Morillo López citó a la plana mayor en la explanada del cuartel general, y les espetó: «El primero de ustedes que asesine a un ciudadano tendrá que vérselas personalmente conmigo», y ningún ciudadano fue asesinado en ese período en que se organizaron las elecciones generales del primero de junio de 1966 en que resultó electo el doctor Joaquín Balaguer.
De manera que, repito, la Policía no requiere de ninguna modificación ni reingeniería, sino de «bajarle línea» desde las altas instancias, fuese del Presidente de la República, el que sea, o del jefe policial, el que fuese.
Empero, es conveniente que a todos los agentes policiales, empezando por su incumbente, sean sometidos a un examen de una comisión de psiquiatras, que determine si tiene calidad y/o facultad para portar un ama de fuego y ejercer las funciones de proteger a la ciudadanía sin excluir la rudeza ante los criminales.
Mientras esas dos providencias no se ejecuten, seguiremos presenciando horrores de la Policía como el incurrido contra la bella joven Arlene Pérez Simsar, que por poco cuesta la vida a su novio Juan José Herasme Alfonso.