Última imagen de un viejo amigo

Última imagen de un viejo amigo

Manuel Rueda nos había hablado de la muerte reflejada en los dientes. Durante la visita no dejé de observarlos un solo instante. Buscaba la muerte en los dientes del poeta, como nos había dicho Rueda y, aunque no puedo describirla, no se trataba de una metáfora. Allí estaba. Era evidente.

La última vez que estuve en casa de Franklin Mieses Burgos, una tarde de mediados de diciembre de 1976, está dominada por una anécdota. Iba a morir unos días más tarde. Fue Manuel Rueda quien nos dijo, a Enriquillo Sánchez y a mí, que debíamos ir a verle y, si era posible, consagrarle un número especial de “Palotes”, el suplemento literario de la revista ¡Ahora! que dirigíamos entonces. Le dedicamos un suplemento completo, pero, desgraciadamente, fue In memoriam.
Ese día, me refiero al de nuestra visita, estábamos frente a otro Franklin Mieses Burgos. Mantenía los gestos del gran fumador que había sido y se empecinaba en explicarnos las razones que le habían obligado a dejar un hábito que había adquirido desde muy joven. Colocaba los dedos como si todavía el cigarrillo, la marca no tenía importancia, estuviera pasando de un dedo a otro de su mano derecha. Tampoco tomaba café, sin embargo, nos observaba beberlo con deleite, casi con nostalgia. Se permitía, como si interrumpiera la conversación, una que otra observación sobre el sabor del café, sin dejar entrever que en realidad le hacía falta. Tal vez ese sea el rito que le queda a los tomadores de café: una ceremonia.
Insistía en que fumáramos. Al margen del problema de salud que le ocasionaba el cigarrillo, decía que había abandonado ese vicio para poder seguir escribiendo poesía. Daba a entender que ignoraba que la muerte se asomaba, que la lucha entre la paloma y el leopardo, al decir de García Lorca, se estaba realizando en la Casa de la Poesía. Simulaba ignorar que sus días estaban menos que contados. Manuel Rueda nos había hablado de la muerte reflejada en los dientes. Durante la visita no dejé de observarlos un solo instante. Buscaba la muerte en los dientes del poeta, como nos había dicho Rueda y, aunque no puedo describirla, no se trataba de una metáfora. Allí estaba. Era evidente.
Le hablamos del objeto de nuestra visita. Del suplemento. De nuestro proyecto de publicación. Se quejó de su salud, pero insistía en que esas miserias que la enfermedad le ocasionaba eran efímeras. Tenía esperanza. Nosotros también. Por momentos la tristeza se apoderaba de él. Lo transformaba. De pronto nos leyó una carta procedente de Alemania. Se le solicitaba autorización para publicar unos cuantos de sus mejores poemas en una antología. En ese momento estaba, como se titula uno de sus mejores textos, sin mundo ya y herido por el cielo. No recuerdo de qué poemas se trataba. Estaba triste. Nos dimos cuenta en ese instante de que la muerte era inminente. No pudo contener las lágrimas.
El placer que le hubiera proporcionado esa publicación unos años antes se había transformado en tristeza. A Mieses Burgos le gustaba ver su poesía antologada. No era narcisismo. Ese era el mejor reconocimiento que se le podía hacer a su obra. Le entusiasmaba sobre todo que se le hablara de la Poesía Sorprendida.
Hace unos días, buscando informaciones sobre un escritor italiano, cuya mención no viene al caso, me di con una noticia biográfica de Franklin Mieses Burgos. No creo que se haya enterado de que su nombre figura en el Dictionnaire des littératures de Philippe Van Tieghem. No se enteró porque ese libro hubiera tomado un lugar importante sobre su escritorio. La página 2635 hubiera sido fácil de localizar por medio de un trocito de papel. Para poder mostrar lo que decía el reconocido comparatista francés de su obra. Philippe Van Tieghem le presenta en estos términos: “Poète dominicain, un des fondateurs du groupe ‘Poésie surprenante’ [sic]. De tendances symbolistes, il évoque, au-delà de la réalité, les valeurs profondes du destin humain (Climat d’éternité, 1944;Présence des Jours, 1949)”.
Franklin Mieses Burgos, como dice Manuel Rueda en “El poeta en su casa”, “respiraba y amaba hacia los cuatro puntos cardinales/poniendo orden en su poesía y en sus pulmones”. De él me queda el gusto por la poesía. De su poesía. Me queda su humor y su jovialidad. De todos esos recuerdos sobresale un abanico de mujer que le proporcionaba un alivio pasajero y efímero, su sonrisa franca y alegre. En fin, otra anécdota que no es necesario contar aquí y que da muestra de su alegría hasta en el umbral de la muerte.
Cuando murió, en los días próximos a la Navidad del 1976, a pesar de mi juventud entonces, éramos viejos amigos…

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