Un 22 de agosto… en cualquier lugar

Un 22 de agosto… en cualquier lugar

A la memoria de mis abuelas. La española Pía Maura García Artamendi de Azcárate y la argentina Rafaela Flora De La Sota de Anzoátegui.

“Algún día, en alguna parte, en cualquier lugar, indefectiblemente te encontrarás a ti mismo y ésa, solo ésa, puede ser la más feliz o la más amarga de tus horas”
Pablo Neruda
El domingo 22 de agosto de 2010, tempranito, mientras tomaba mate, regaba las plantas y daba la última mirada al texto que envío a los periódicos digitales donde colaboro, descubrí en el macetero del balcón una tomatera. Una plantita fragante, vigorosa, repleta de tomates. Me emocioné. Un milagro. Como esas campanadas que tocan arrebato cuando algo maravilloso llega, como la llegada de un hijo, o el amor de puntillas y por sorpresa… eso que nos estremece cuando aparece alguien que es un bálsamo para el corazón.
Un año antes, un 22 de agosto del 2009, igualito que esa mañana, a tres meses de haber perdido el empleo, triste y en duelo, mientras tomaba mate, regaba las plantas y recordaba el sueño donde Emilio me preguntaba si era alondra o colibrí, descubrí, ¡oh milagro de la naturaleza! Una planta de ají preñada de frutos.
Tres meses antes, a días de haber vuelto a casa, como un alma en pena, recorrí la casa, regué las plantas, puse abono, dispuse que, para recomponer “mi corazón partio” iba a darle de comer a la nenita que albergo en mi osamenta de señora mayor.

Decidí levantarle el ánimo y sobornarla con frijoles y un arroz con coco que sé que la desquician, así es que en algún momento después de un sofrito eché los restos de un corazón de ají al macetero del balcón.
De pronto, como el retoño del ají escribí “Querido Emilio” de un tirón, de golpe y de un solo pujo. Y cuando lo terminé, lo leí y me gustó, cuando volví a mirar la plantita altiva preñada de ajíes me acordé de Jorge Luis Borges cuando dice: “Cualquier destino, por largo y complicado que sea, consta en realidad de un solo momento: el momento en que el hombre sabe para siempre quien es”.
Desde entonces, no he parado de escribir, como si la pena, el duelo y la plantita de ají me hubieran extendido ese documento de identidad, ese pasaporte que es el don con el que he sido bendecida: escribir es eso que me hace saber quién soy o por lo menos para lo que fui destinada.
Ocurrió eso que escribe la investigadora norteamericana Gina Herrmann cuando entrevistó a las viejas republicanas españolas, ex presas del franquismo: “En la teoría de la psicología narrativa existe el postulado de que articular una identidad íntegra depende de la capacidad de dar sentido a nuestras vidas por medio de la narración, del relato de historias. O sea, la narración es esencial para forjar una identidad”.
El domingo 22 de agosto del 2010, como una vuelta a la semilla, después de enviar la Historia de vida, el editor me respondió el relato como si mi madre, mis tías y mis maestras no se hubieran muerto. Como si mis abuelas, la española y la argentina todavía me protegieran con esa resolana de la solidaridad femenina que viene de muy atrás, tal vez de un ancestro matriarcal.
Y cuando me devolvió publicado el escrito, sugerido, mejorado, enriquecido y editado como una mamá diligente que corrige los deberes de sus criaturas pensé que, como mi tomatera preñada de frutos las mujeres de la casa me seguían alimentando, despidiendo y cuidando en el aeropuerto de Ezeiza, en las vísperas de un 22 de agosto de 1978.
Rumbo a Managua. Sola pero acompañada por ellas en el pensamiento. Con una torta especial de esas que horneaba la tía Flora y una maletita con gubias, pinceles y pinturas. Aunque tuviéramos mucho miedo a la despedida, aunque pensáramos, sospecháramos y no lo dijéramos de que me iba para siempre y que no nos volveríamos a ver.
Llegué a Managua un 22 de agosto de 1978, el mismo día que Dora María Téllez y Edén Pastora tomaron el Palacio presidencial y encerraron a diputados y senadores somocistas en lo que se llamó Operación Chanchera.

“(…) El 22 de agosto de 1978 se llevó a cabo la toma del Palacio Nacional en Managua, Nicaragua. Este operativo llevó por nombre «Operación Chanchera» y fue planificada y ejecutada por un comando guerrillero sandinista. En ese momento se encontraba la Cámara de Diputados en pleno discutiendo el Presupuesto Nacional. Era la lucha a muerte en contra de una de las dinastías más crueles de Latinoamérica, la de Anastasio Somoza Debayle. La dictadura de Somoza se caracterizó por la opresión al pueblo nicaragüense y el enriquecimiento ilícito de la familia Somoza y sus allegados. Una dictadura cien por ciento apoyada por los Estados Unidos. El comando sandinista «Rigoberto López Pérez» estuvo integrado por veinticinco guerrilleros con tres responsables: Edén Pastora Gómez (Comandante Cero), Hugo Torres Jiménez (Comandante Uno) y Dora María Téllez (Comandante Dos)”.

Cuarenta años después, traicionada la revolución sandinista, aquella Operación Chanchera es un triunfo de la decencia y gallardía de algunos nicaragüenses. Cuando busqué a Dora María en la red la encontré madura, canosa, vertical, con los mismos ojos hermosos de hace 30 años cuando la vi con un barbijo rojo y negro que le tapaba la cara, con una boina, con 22 años apenas, subiéndose al transporte que los llevaba después de torcerles el pulso a los somocistas.
Estaba recostada en una hamaca, linda, magra, austera, vieja pero siempre gallarda, en huelga de hambre para resistir a los traidores de Daniel Ortega y Rosario Murillo.

De pronto, me di cuenta que esa fecha, ese 22 de agosto se constelaba. Repetía en mi vida un símbolo, un guiño, un alerta, un ojo que parpadea para señalarme algo importante en la vida.
Si me iba más atrás, otro 22 de agosto de 1972 me cambió la vida. Tenía 24 años, trabajaba en el Instituto Nacional de Estadísticas y Censos y mis compañeros y yo nos quedamos helados de espanto la tarde que anunciaron que habían matado diecinueve jóvenes de nuestra edad. Me cambió la vida para siempre.

Era Argentina. Era el sur. Era la Patagonia. Era Trelew. Como esa historia que cuenta Tomás Eloy Martínez de la masacre. A él, también eso que le pasó un 22 de agosto de 1972 en la Patagonia argentina le cambió la vida para siempre.
(…) “El 22 de agosto los diecinueve prisioneros fueron fusilados a mansalva con ráfagas de ametralladoras en la base naval Almirante Zar. Como antes había sucedido en la masacre de José León Suárez, algunos sobrevivieron para contar la historia, para mantener viva la memoria, para no olvidar, ni perdonar”.
Esas historias de un 22 de agosto son como esos momentos puntuales, esos instantes que se vuelven umbrales. Umbrales que una vez traspuestos te dan vuelta como un guante, te convierten en otra persona, te cambian la vida para siempre.
En el macetero no solo hay ajíes, ahora también hay tomates y desde aquel 22 de agosto en que de una sentada le escribí a Emilio, mi compañero de trabajo cubano, hay una larga historia rio sin principio ni final.
Una regresa a lo más amado, se trasponen umbrales, una se tutea con el pasado sin resentimiento, vuelven otros 22 de agosto, una no se arrepiente de nada, se vuelve a encontrar con lo más querido, también con lo más abyecto, mira atrás sin culpa y aunque duele, sonríe.

Publicaciones Relacionadas