Un adiós para siempre a Doña Rosa de Herrera( La solemne despedida en el 2002 resultó adelantada )

<P>Un adiós para siempre a Doña Rosa de Herrera( La solemne despedida en el 2002 resultó adelantada )</P>

Por Angela Peña
Falleció ayer en la madrugada  doña Rosa Murray de Herrera, viuda de don Rafael Herrera, ex director del Listín Diario. La dama padecía quebrantos de salud desde hace unos años. Cumpliendo un deseo de la extinta, monseñor Agripino Núñez Collado ofició la misa de cuerpo presente, en la parroquia Santísima Trinidad.
Agradeció a Dios por haberse encontrado en el país ya que temía encontrarse de viaje cuando ocurriera el triste desenlace. En el año 2002, doña Rosa, convencida de que vivía sus últimos días, pidió a Núñez Collado que le celebrara en su casa la Eucaristía final, a lo que accedió el religioso. Entonces estuvieron presentes Radhamés y Amparo Mejía, María Núñez de Taveras y Ángela Peña quien enseguida redactó los detalles de esa especial ceremonia y confesiones que le había hecho la viuda de Herrera el día anterior, cuando entregaba a la Madre y Maestra la biblioteca de su finado esposo. La crónica estuvo guardada hasta hoy.

Doña Rosa nació el veintiséis de junio de 1908, en Perú, hija de Abraham González y Elisa Murray, biznieta del fabricante del “Agua de Florida”. Hablaba de su sobrino aviador, “Puchungo” (Abraham González Mostacero), y de su hermano Abraham. En la casa que fue también el Instituto Gregg, que dirigió, la atendían Gisela Tiburcio y Diomaris, “dos muchachas llenas de caridad cristiana”, decía. Estaban también Norma, su lavandera y Mercedes, que cocinaba. Francisco de los Santos, el chofer, cumplía encargos. “Mi hija Aguedita es la que me trae la compra”, afirmó. Agradeció a monseñor Núñez el pago de la servidumbre.

Otro empleado, “Papito”, cuidaba el perro, limpiaba el patio y chequeaba la segunda planta y los archivos. “Va sacando todo, no quiero que me dejen ni una fotografía, no quiero dejar recuerdos, estoy completamente alejada de todo. Fue una promesa que hice a mi Señor: nada material. Todo espiritual”.

Parecía una santa, entregada a tal punto al Señor que no quería recibir visitas ni conversar por temor a ofenderlo. Su habitación se convirtió en un templo. Ya no podía caminar ni mantenerse en pie largo rato. Estaba completamente ciega, llena de espiritual resignación. “Oleada y sacramentada”, decía, y por eso debía cuidar sus palabras, gestos, acciones, pensamientos.

Se desprendió de toda posesión material y despidió amorosa y gentil a  amigos  entrañables, menos a doña Petrica de León a quien llamaba “mi santa Petrica” porque le ayudó a encontrar la senda del perdón. A monseñor Agripino Núñez  pidió la celebración de la Santa Misa, en vida, y le solicitó la de su muerte, que esperaba. “Estoy preparada”, confesó.

“Yo me examino a cada momento, tengo que estar limpia. Me pude haber equivocado, pero no mentir”, confesó serena, imponente en el sillón de enferma, con el turbante cremas anudado en la frente, el chal azul y gris, las pantuflas blancas, la bata estampada de colores claros, casi consumida, las escasas canas asomando a sus sienes hundidas.

En aquella inmensa mansión que acogió tantas generaciones de estudiantes, que reunió a los más prestantes hombres públicos tras la orientación de don Rafael Herrera, el esposo fallecido, la única actividad tenía lugar en el aposento donde doña Rosa se refugió mansa y paciente, huyendo del bullicio mundanal, buscando la paz que encontró en la Biblia y los libritos sobre el Evangelio que le llevaba una de las pocas personas que acogía: su “santa Petrica”.

“Mi esposo y yo sufrimos mucho cuando él comenzó a dirigir el Listín. Hemos viajado bastante, pero hemos sufrido mucho, sobre todo cuando Juan Bosch fue Presidente, sólo por defenderlo, porque ganó las elecciones. Las amistades nos dieron la espalda, yo me puse rencorosa”, contó una tarde que recibió en la intimidad de su alcoba a doña María  de Taveras, para hablar de la biblioteca que perteneció a su marido, y a quien escribe.

Y vinieron a su memoria don Antonio Guzmán que no permitió a su cónyuge abandonar la Junta Monetaria, y Salvador Jorge Blanco, “que no le dio tiempo a renunciar: lo quitó”. Pero, agregó, “pasó el tiempo y mi marido defendió a Salvador Jorge Blanco. Vincho lo atacó mucho. Metieron preso a Jorge Blanco y al cabo de los años él se dio cuenta de todo el bien que le había hecho Rafaelito y lástima que yo ya no podía ir al cementerio: él le fue a rezar a su tumba y después me llamó, acepté y le di las gracias.  ¿Ven una  mesita de caoba, con gavetas, la ven? Me la regaló él”.

Le afectó en vida, manifestó, “la forma tan despiadada en que Bonillita lo atacaba (a don Rafael).  Bonillita, tan tremendo, decía: mira lo que se hace con el Listín.  Pasó el tiempo, a él lo sacaron corriendo y un día recibió Rafaelito un telegrama, que hablara con Balaguer para que lo dejaran entrar. Habló  y entró, pero yo todavía era muy rencorosa y un día, en una cena, cuando él se levantó a servirse me dijo Rafaelito: ¿sabes a quien tienes al lado? A Bonillita. Le dije que no volvería a dirigirle la palabra. ¿Estás viendo lo que estás haciendo? Y yo le contesté: Es que tú eres un perdonador por excelencia. Lo era. Entonces yo tenía que aprender eso: perdonar lo que alguna vez me hicieron”.

Para entonces, afirmó, renegaba de Dios, hasta que escuchó una voz decirle: “¡Impía!” y caí de rodillas”. Para siempre abandonó rencores y a tal extremo echó a un lado vanidades que le daba pesar mencionar sus cinco mil graduadas de etiqueta y protocolo por no parecer presumida u orgullosa.  A todos perdonó.  Perdonar era el verbo a flor de sus labios que quería purificados.

“Perdóname Señor”

En sus últimos días de vida se levantaba, oraba, “y cuando converso con una persona, después que termino razono y digo: ¿he mentido? Perdóname Señor si he mentido. Y vuelvo: ¿he pecado? Perdóname. Me analizo a cada instante y eso se lo debo a mi santa Petrica. Me examino a cada momento, quiero estar con el Espíritu Santo que me hace los milagros. Francisco reza un rosario con una letanía tan bella”, comentó refiriéndose al leal chofer de don Rafael que continuó fiel al lado de la viuda.

Paciente, dulce, limpia, contó su rutina de vida, reveló su dieta, los secretos de su entrega, la ansiada espera por ver el rostro de Jesús y luego abrazar al esposo con el que pese a haber fallecido conversaba cada noche. No cambió la cama matrimonial. “Aquí dormimos juntos hasta que él murió de cáncer en el páncreas. El doctor Castellanos me decía: esta Rosa es especial”.

“Siempre se me presenta. Lo veo en sueños. Le digo: quiero confesarme y él me responde: Confiésate conmigo. Me confesé con él. Eso se lo conté a un sacerdote y quedó callado. Consideré que estaba aceptando lo que hice”. No obstante, doña Rosa comunicó que había hecho una “gran confesión en México” y días antes de su deceso confesó a monseñor Agripino Núñez lo que consideraba pecado.

La levantaban pasado el mediodía para un desayuno-almuerzo que consistía en una rebanada de pan integral con margarina desgrasada, leche, dos vitaminas y frutas, hasta las tres de la tarde cuando tomaba tres vasos de agua, con ciruelas, y salían con ella, casi cargada, por el pasillo. “Voy donde mis pajaritos, graciosos, me dan una pena cada vez que me hacen figuritas. Se llaman Rafaelito y Rosita y pitan fui-fuio”.

“¡La Misa más Linda!”

La habitación fue santuario con las rosas té que le llevó Amparito de Mejía, el óleo con Cristo crucificado, el cuadro de La Altagracia, el Rosario fijo en el espaldar de su cama. Monseñor Agripino llevó el misal, los cirios y manteles que cubrieron el improvisado altar. Ella esperó dispuesta y recogida y contestaba devota, interviniendo en la especial celebración. “El Señor nos guardará como un Pastor a su rebaño”, repetía en el Salmo Responsorial. Escuchó con atención y discretos asentimientos la Homilía y se alegró cuando Núñez Collado recordó la expresión del Padre: “Con amor eterno te amé y por eso te atraigo con bondad”.

El celebrante dio gracias al Todopoderoso “por el ejemplo que nos da doña Rosa, es un regalo de Dios para todos los cristianos que tenemos el privilegio de verla, llevando una vida muy similar a la de los santos en la etapa postrera de su peregrinaje, como Santa Teresa, con su “vivo sin vivir en mí, y es tanto la dicha que espero que muero porque no muero”. “Permita, doña Rosa, que diga que la veo sin equipaje, sin peso, unida al Señor. Por eso celebramos esta Eucaristía para pedirle que Él continúe siendo su fortaleza como la ha sido todo el tiempo que usted lleva en esta habitación y antes”.

Ella abrazó a los escogidos cinco presentes en la misa, para darles la paz, preguntando a cada uno: “¿cuál eres tu?” y al concluir dio las gracias al rector de la Madre y Maestra: “¡Monseñor, que misa tan linda. Yo he oído tantas misas y como ésta, ninguna, esta es la misa más linda que he oído, mejor que la pasada. Qué llena de espiritualidad, de tanto amor a Dios, de tanta dulzura. Gracias!”.

-No tiene que dármelas, para mí es un privilegio. Es una pena que no pueda venir con más frecuencia- lamentó él, que le dejó de recuerdo la luz que iluminó el altar y ella, entonces, hizo brindar jugos y bocadillos a la escasa concurrencia, inquieta por la presentación de bandejas, paños, mesas, vajilla.

“¡Salud!”,  brindó, “pidiendo todos los días por monseñor Agripino para que lo comprendan y agradezcan mucho todo lo que hace por nosotros, los dominicanos. No le voy a decir que Dios lo bendiga, sino, Dios lo bendice. ¡Salud a todos”, concluyó la fina dama al terminar “la misa más linda que he oído. Sentía como que estaba en el cielo”.

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