Un anciano ex combatiente alemán

Un anciano ex combatiente alemán

FEDERICO HENRÍQUEZ GRATEREAUX
Era un viejo risueño, residente en la zona colonial de Santo Domingo, quien miraba con entusiasmo todas las cosas del mundo. Al servir las bebidas estudiaba las etiquetas de las botellas para saber del añejamiento, procedencia, graduación alcohólica, etc. Cada día “pasaba revista” a los titulares de los periódicos; pretendía estar enterado de complicados asuntos políticos y económicos de Europa y de África; los domingos contemplaba gozosamente a las mujeres que iban camino de la misa, bien vestidas, conscientes de lo que él llamaba “su figura y encanto”.

Un perro realengo o un burro cargado de maíz despertaban en el viejo una curiosidad infantil. Hacia preguntas inesperadas: ¿Cómo se llama este burro? ¿Cultivas el maíz tu mismo? ¿Es tuya la tierra? El campesino dueño del burro lo miraba desconfiado al principio; después agradecía el interés de un extraño –de la ciudad capital– por conocer su vida y actividades. ¿Cuánto vale el maíz? ¿Lo vendes por libras o por mazorcas? ¿De modo que eres de Azua? El viejo explicaba al hombre del burro, a manera de justificación de sus insistentes preguntas, que le gustaba comer maíz hervido, “que para eso tenía sus propios dientes”. En poco tiempo establecía una corriente de simpatía. El viejo tenía un  carisma especial.

Aprendí a través de este viejo que la muerte suele colarse por los intersticios del ocio y del desaliento. “Nada retrasa más la llegada de la muerte que el trabajo y la risa”. Al decir esto levantaba las cejas y retiraba rápidamente los espejuelos de la nariz. Decían que había peleado en la Primera Guerra Mundial con la infantería de Alemania. En su casa tenía muchos cajones de manzanas clavados unos arriba de otros, llenos de libros con letras góticas. Esto lo vi yo, pues en una ocasión me hizo pasar a la casa para que conociera el diafragma de una Victrola ortofónica. En ese anticuado aparato él colocaba discos grabados por una sola cara, insertaba unas agujas cortas, parecidas a tachuelas niqueladas, y entonces se oía la voz de una soprano como si saliera de un aljibe. Los discos eran grabaciones de la RCA, con el consabido perro junto al gramófono y la leyenda: “la voz de su amo”. Conservaba óperas alemanas e italianas que estuvieron en boga cuando era un jovenzuelo. Me mostró unos libros con caricaturas del siglo XIX. Quiso que oyera un trozo de aria de una opera de Verdi, pues “así la entendería con más facilidad que en alemán”.

Después supe que el viejo tenía cicatrices de la guerra que nunca habían cerrado por completo ¿Cómo podía ser tan alegre y comunicativo? No se trataba de cicatrices emocionales, de tormentos psíquicos. Nada de eso. Las cicatrices las llevaba en la espalda y en las nalgas. Eran unas largas líneas negras que cruzaban desde la espalda hasta el muslo. A veces estas heridas supuraban y debía que desinfectarlas y cubrirlas con gasas y esparadrapos. La cocinera decía que ella misma las limpiaba con agua oxigenada. En estos casos, al terminar la cura, el viejo escuchaba música alemana y lloraba desconsoladamente.  

Cuando el alemán salía a la calle la negra Ernestora pregonaba: “estoy cansada de cocinar para este hombre que solo come papas, repollos y salchichas. Me cuesta mucho trabajo que suelte algún dinero para comprar arenques o un pollo. En esta casa hay estufas inservibles, maquinas de escribir que no funcionan, libros comidos de polillas”. Al viejo, según parece, le gustaba mirar esos objetos, restos del pasado. La pantalla de la lámpara del comedor, con peras y manzanas en vivos colores, tenía varios vidrios rotos. Pero él no cambiaba la pantalla ni reparaba los vidrios. Gulinga, la hija de la cocinera, opinaba que el vejete era una buena persona, que ayudaba a huérfanos, trabajaba mucho y casi siempre estaba alegre. “Problema grande es cuando amanece con su país en la cabeza; se pone a leer los libros rotos con letras adornadas, se baña a las doce de la noche, pasea desnudo por el patio, sobre todo cuando hace calor. Después duerme; al amanecer bebe tres tazas de café y se va temprano a la oficina”.

Recuerdo perfectamente el día que el viejo, parado frente a la puerta de su casa, preguntó: “¿Han oído ustedes esa sirena? ¿Ha terminado la guerra?”. Entró a la casa y volvió a salir en pocos minutos, muy excitado. “¡Lo he oído por el Telefunken! ¡Fue anunciado desde Londres!”. Miró a los pocos niños reunidos en la calle, uno a uno, y dirigiéndose a mí, afirmó con solemnidad: “buscaré una botella de vino”. La sala de la casa tenía un piso de mosaicos que formaban figuras geométricas con algo árabe. Los muebles, de caoba y pajilla, necesitaban un ebanista que los encolara. Estaban flojos y torcidos. El ornamento principal de la habitación era la Victrola. El viejo abrió la botella, trajo del comedor unas copas boca abajo para que escurriera el agua. Las puso en una mesita, sirvió el vino, se arrellanó en la butaca más sólida y nos dijo: “no volveré a mi país; ahora está destruido; no deseo regresar a Bremen; no soy mas que un viejo maltrecho con pólvora incrustada en el cuerpo. Ya no sabría vivir en Europa. Los militares de Hitler y los empresarios del acero han hundido a Alemania. Me acostumbré a trabajar con negros en esta isla, a comer maíz y plátanos. Esta negra que tengo aquí se acuesta algunas noches conmigo; lo hace porque cree que es un deber y una conveniencia de trabajo; su hija vive aquí. Pero ella ama a un negro grande que la abofetea cada quince días. Ustedes son todavía unos muchachos; les digo que el mundo será muy difícil a partir de este año 1945. Es una pena que los jóvenes ricos de Santo Domingo sean tan arrogantes y estúpidos. Únicamente desean ser comisionistas y conseguir representaciones de medicamentos o efectos eléctricos. Ninguno quiere montar industrias y aprovechar tanta mano de obra desocupada. Los pobres se conforman con ser policías, bomberos, serenos, para tener botas, uniformes, revólveres”.  Se levantó y dio cuerda a la Victrola. El aire se llenó con las voces de un poderoso coro de hombres y mujeres que cantaban dando gracias a Dios por la vida y por el pan. El anciano veterano de guerra soltó dos lagrimones y exclamó sin mirarnos: “después de dos guerras, todo seguirá igual; Europa cambiará, lentamente, en medio siglo; en el Caribe no habrá nada nuevo en quince años. Y de ahí en adelante, convulsiones y sufrimientos”. Cuarenta minutos mas tarde nos despachó: “gracias jovencitos por acompañarme, vayan a jugar”.

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