Un animal palabrero

Un animal palabrero

FEDERICO HENRÍQUEZ GRATEREAUX
Octubre 24, 1991, Praga, Checoeslovaquia. Señor Ladislao Ubrique, La Habana, Cuba. Apreciadísimo Ladislao: El hombre es un animal palabrero. Inventa palabras para ponerle nombres a las cosas. Al nominarlas cree que domina los objetos con solo mencionarlos. Quizás las palabras hayan sido en su origen algo así como conjuros articulados. Para los antiguos poetas las palabras poseían una magia enviada desde el cielo. Bendiciones y maldiciones son conjuntos ordenados de palabras con direcciones definidas. Una maldición es una flecha verbal envenenada; la bendición, en cambio, es el ungüento amoroso de los buenos deseos.

Los pueblos primitivos estimaban que las bendiciones podían transmitirse a gran distancia. No dudaban de la efectividad de estos “efluvios electromagnéticos” de la buena voluntad. Y así son las oraciones, las plegarias y los cantos religiosos. Los que oran emiten palabras de consuelo, de suplica, de esperanza, de amor o de dolor. Los efectos psíquicos son indudables. Podemos encontrar el sosiego a través del canto gregoriano. Las oraciones colectivas pueden disminuir la ansiedad y producir la paz mental con más rapidez que un barbitúrico; y por un período más largo.

Los poemas épicos tienen un poder estimulante más grande que una inyección de adrenalina. La materia aglutinante de los pueblos antiguos es la epopeya. En esos cantos heroicos interviene siempre la divinidad con el soplo de ciertas palabras especiales. La poesía lírica de todas las épocas despierta en los individuos una amplia gama de sentimientos. El arte de la poesía lírica consiste en presentarnos, por medio de las palabras, trozos de verdad tan contundentes que no necesitan demostraciones filosóficas, ni científicas. La verdad artística se basta a si misma, no reclama el concurso de la lógica o del experimento. El animal palabrero que es el hombre ha compuesto, en el curso de su historia, obras literarias impresionantes, cuyo disfrute y estudio se ha prolongado a lo largo de muchos siglos. Los escritores – personas ejercitadas en el uso de la palabra – han construido tres clases de monumentos de palabras: obras específicamente literarias (poemas, narraciones, historias, dramas); escritos discursivos o apodícticos (todos los textos de la historia de la filosofía y las explicaciones razonadas para la enseñanza escolar); y los escritos científicos de cualquier clase, encaminados a formular asertos con pretensiones doctrinarias.

Hegel y Hans Christian Andersen son dos escritores; éste escribe novelas y cuentos para niños; aquel acumula razonamientos y los encadena con la esperanza de explicar el mundo y fijar algunos saberes o certidumbres. Las cosas, los hombres, la historia, deben quedar organizados en un sistema. Hegel es un filósofo, en tanto que el cuentista danés es un literato. Los dos trabajan con palabras e ideas, tal como los albañiles trabajan con piedras y argamasa. Charles Darwin, autor de El origen de las especies, es también un escritor. Pero no es un literato, ni un filósofo; es un científico empeñado en probar, fundamentar o comprobar, cada una de sus aseveraciones escritas. Hegel, Andersen y Darwin, son tres ejemplares magníficos, tres expresiones concretas del hombre como animal palabrero. ¿Cuál es la diferencia entre el espíritu absoluto de Hegel y el centauro de la mitología griega? Puedo encontrar mayor cantidad de verdad en El patito feo de Andersen que en “el espíritu absoluto”. Y más belleza; y más humanidad; más conocimiento del alma de los hombres o de la conducta social.

Desde esta perspectiva Andersen es un majestuoso cisne y Hegel un pato ordinario y feísimo. Los científicos expresan los resultados de sus investigaciones con gran aparato de citas y referencias a otros científicos, repitiendo, cacofónicamente, frases hechas tales como: luego, por tanto, de donde, es evidente, lo que queríamos demostrar, queda aclarado en forma concluyente que… Los científicos tradicionales suponían que era posible descubrir leyes invariables de la naturaleza. Pero los historiadores de las ciencias naturales opinan que Ptolomeo fue suplantado por Copérnico; Newton por Einstein y éste por Planck. Las ideas científicas “periclitan”; un científico desaloja al otro del pedestal de la soberbia del conocimiento definitivo. Pero es muy difícil expulsar a los poetas nombradores del lugar que ocupan en la estimación de las sociedades. La campana de Schiller, según parece, sigue sonando sin la más mínima variación; a pesar del tiempo transcurrido y de las modificaciones del ambiente cultural, el tañido de esa campana no ha sido deformado por el efecto Doppler. Todos los días en esta ciudad de Praga, y en otras muchas de Polonia y de Alemania, alguien lee las Elegías de Duino del poeta Rilke, y se siente invadido por un sentimiento de asombro al saber que “la belleza no es sino el nacimiento de lo terrible”. Los matemáticos han podido crear fórmulas para explicar la relación entre la energía y la masa de los cuerpos físicos. Sin embargo, no logran definir qué es lo terrible para los seres humanos. La guerra es terrible, los abusos políticos son terribles. Pero la belleza, según Rilke, “se aviene, desdeñosa, a existir sin destruirnos”.

La gramática, la retórica y la dialéctica, tomaron caminos diferentes a los de la astronomía, la aritmética y la geometría. ¿Por qué hay que seguir con esa frontera artificial entre las ciencias naturales y lo que llaman ciencias del espíritu? ¿Por qué los alemanes tienden a hacer tantas divisiones y distingos? Es imposible que haya una “ciencia” del espíritu. ¿Qué es el espíritu? ¿Cómo se observa? ¿Hay alguna porción del espíritu que podamos medir? Ayer, mientras estaba sentada con mi libreta en la cafetería vieja, al lado de la Torre de la Pólvora, recibí el ceremonioso saludo de un asesor del alcalde de la ciudad. Es un ex comisario de policía que ha prestado servicios en todos los regímenes políticos de los últimos treinta años. Ahora goza de una sinecura en la municipalidad de Praga. Aparentemente, disfruta molestando a las personas que él supone están conectadas con la universidad o los movimientos de escritores y artistas. Me dijo, después de unos saludos muy formales: veo que usted escribe notas en esa mesa desde hace casi dos horas. Se ve claro que está embebida en las letras, pues no ha levantado la cabeza para mirar a los jóvenes que entran a la cafetería. Los estudiantes se dejan dominar por las letras; son palabreros, sustituyen la realidad con palabras. No perciben que las calles están llenas de carniceros codiciosos, voluptuosos y libertinos. Los carniceros suelen aplastar a los jóvenes palabreros. Es el pleito del huevo y la piedra. Los carniceros emplean pocas palabras; únicamente para poner letreros; por ejemplo: “se vende; oportunidad”; o “prohibido el paso”. Esta clase de gente se relaciona con las cosas, con mujeres o con hombres, no con las palabras. Creen que las palabras son tapaderas. He escuchado en el teatro – de una pieza escrita en las Antillas – a un arquero decir, mientras mataba a un personaje real: “! La punta de mi dardo raudamente certero/ le habló con la elocuencia tradicional del hierro, / más firme y contundente que toda la morosa/ acción de las palabras!”. Al irse el ex – comisario me pregunté, una y otra vez: ¿El hombre es un animal palabrero o un animal carnicero? (Debes escribirme a la dirección de la señora Gizella Ferenczy, en Budapest; saldré de aquí mañana temprano). Te envío, como siempre, muchos abrazos. Panonia.

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