Un antropólogo que vivió y murió en la pobreza

Un antropólogo que vivió y murió en la pobreza

POR ÁNGELA PEÑA
Lo único que pudo dejarles como herencia material a sus dos hijos fue un anexo que construyó con grandes sacrificios en la parte atrás de la casa materna, a pesar de sus cuarenta años como servidor público. Allí nacieron y han crecido en dos habitaciones en las que dormían, cocinaban, se alimentaban. Cuando lo promovieron y el salario mejoró, agregaron la diminuta cocina y el comedor minúsculo.

 En esa humilde vivienda del ensanche Kennedy ubicada prácticamente en un callejón que lleva por nombre “Respaldo Ramón Cáceres”, vivió el que fuera uno de los más brillantes antropólogos y probablemente el único paleopatólogo dominicano, el que identificó en el país los restos del Almirante, los de los expedicionarios del 14 de Junio, el más decidido estudioso de las enfermedades prehistóricas que sufrió serias lesiones en su cuerpo por los deslizamientos en las cuevas y estuvo a punto de perder la vida cuando las bacterias y los hongos se alojaron en sus pulmones en el que fue su último trabajo, el de director del Museo de Historia Natural.

 Fernando Luna Calderón superó esas adversidades después que un buen samaritano, el doctor Alfredo Coppa,  lo trasladó a un hospital de Roma del que regresó prácticamente recuperado. Pero la pasión con que se entregó al trabajo derribó su voluntad férrea. Tras nueve meses de labores falleció el 27 de noviembre de 2005.

 Iván y Ninoska, sus hijos, quedaron en el desamparo absoluto. Luna Calderón era su único sostén, su apoyo. Tras su muerte, Ninoska quedó sumida en una gran depresión y perdió la beca con la que estudiaba medicina en UTESA. A Iván, que debió hacerse cargo del padre en la enfermedad y resolver los trámites propios del deceso, no le sobró tiempo para continuar enfrentando los obstáculos de las oficialías civiles en busca de documentos para ingresar a la  Universidad Madre y Maestra donde también había obtenido facilidades de estudios auspiciadas por la Secretaría de la Juventud. No lo admitieron.

 Tienen a su madre, Fausta Pérez, con la que no viven desde los tres años de nacida Ninoska. Pero la señora, residente en Guadalupe donde se desempeña como estilista de belleza, siempre ha mantenido contacto con ellos y a pesar de ser soporte de su madre enferma y de un tercer vástago, les envía la ayuda que le permiten sus posibilidades. Con eso compran algo de comer.

 No disponen de medios para pagar los estudios, transportarse, cubrir gastos de salud, vestir… Están dispuestos a trabajar para continuar la universidad porque les ha resultado imposible recuperar las becas anuladas.

 Hay días en que Iván y Ninoska no prueban bocado a causa de su precaria situación.

 Ninoska nació el seis de abril de 1985. Es la que aparenta mayor afección por la partida del amoroso progenitor que vivió en extremo compenetrado con ellos. A pesar del tiempo transcurrido tras la dolorosa partida, está vulnerable, sensible, el solo recuerdo del profesional ausente la sumerge en un  río de lágrimas. Iván, que vino al mundo el seis de noviembre de 1988, ha enfrentado la pérdida con mayor fortaleza.

 Ambos han acudido a las autoridades de la Secretaría de Medio Ambiente, institución de la que depende el Museo de Historia Natural, que dirigía el doctor Luna Calderón, y no han encontrado respuesta positiva a su petición de una pensión póstuma en nombre de su padre que les permita al menos sobrevivir. Se la negaron, refieren.

 Visitaron emisoras de radio, plantas de televisión exponiendo su situación desesperante. Ninguna instancia oficial se ha conmovido ante sus reclamos.

 Luna Calderón fue de los fundadores del Museo del Hombre Dominicano en 1973. Durante 30 años dirigió el departamento de Antropología. Fue director del departamento de Historia de la Universidad Nacional Pedro Henríquez Ureña y en el 2000 fue designado director del Museo de Historia Natural.

 Doctor en Antropología física, médico forense, egresado de la Universidad de Santo Domingo, era también graduado en Ciencias Médicas del Smithsonian Institute.

 En el año 2003 fue ingresado a un hospital en Roma para ser operado de una tumoración en el cuello pero la afección pulmonar producida por la bacteria y los hongos se complicó con taquicardia paroxística y arritmia, por lo que pensaba que no sobreviviría.

“No te corrompas”

 Poco antes de ingresar al quirófano, una fría mañana, Luna Calderón escribió al hijo: “Esta tarde me operan del cuello… Me han sometido a todo tipo de estudios científicos, he pasado por todos los aparatos inventados por la ciencia”.

 Si algo sale mal, agregaba, “entiérrame con papá. La vida es una carrera de relevo, tienes que continuar mi ejemplo”. Le instruía comprar 21 montantes y tirarlos en el cementerio. Una persona llamada Nelly le estaba preparando una bandera roja con el símbolo negro que deseaba pusieran encima de su ataúd. “Sabes que fui marxista y muero siendo marxista”, anotó.

 Le exhortaba a no corromperse y a impedir que su hermana lo hiciera. Le estimulaba al estudio para que fuera un buen profesional “al servicio de la humanidad y de los pobres”. Apuntaba que evitara los vicios, dosificara las mujeres y evadiera los amigos peligrosos. Entre los que consideraba sinceros citaba a “Héctor, Miguelo, Marcio Veloz, Norma, Fellita Caamaño, Rafael Puello, María José Álvarez, Vilma Benzo, Amadeo Julián, Nuria y Sonia Piera”.

 “No hay tiempo para la depresión, la vida tiene que seguir. Uno no muere, uno pasa de un estado a otro, lo que hay que hacer es cumplir con su deber mientras estamos vivos”, manifestaba, despidiéndose con un “Hasta la victoria siempre”.

 Los muchachos encontraron estas notas en una libreta que estaba entre los libros de Luna, donados al Museo del Hombre Dominicano tras su muerte. También escribió a sus hermanos y a Ninoska que  temblorosa, con voz entrecortada leyó su misiva de despedida.

 Fernando Luna Calderón (Galeno) nació en Santiago el 23 de noviembre de 1945, hijo de Gilberto Calderón, fallecido, y de Mélida Luna. Además de sus dos descendientes, era el sostén de sus hermanos, contaron Iván y Ninoska. Asistía enfermo al trabajo. Ingresaba a las siete de la mañana, salía avanzada la noche y a veces se quedaba a dormir en la institución, pese al quebranto.

 En los últimos días estaba débil, delgado, con insuficiencia respiratoria y una grave pulmonía pero acudía al Museo “porque quería levantarlo. Lamentablemente no recibió apoyo de los gobiernos. No logró ese sueño”, afirman los hijos.

 Refieren que el Presidente Leonel Fernández se lo encontró y al observar su deplorable estado físico le ofreció ayuda “y papá, en vez de hablarle de sus necesidades personales, le escribió una carta exponiéndole las del Museo”.

 Tenía planeado viajar a Roma para nuevos chequeos pero su salud agravó en demasía y fue preciso internarlo en la clínica. A los seis días falleció.

 “Murió a causa del trabajo y estando en el trabajo, por esa razón no disfrutaba de una pensión”, expresaron.

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