Un atardecer en Mykonos

Un atardecer en Mykonos

LEILA ROLDÁN
Había pasado la tarde buscando a Pedro. Desde que llegué, empecé a preguntar por él en todas partes; incluso desde el mismo puerto había estado buscándolo con la mirada, tratando de divisar su famosísima figura entre las blanquísimas casas de la ciudad de Jora. Subí y bajé las estrechas calles de piedra.  Recorrí el pequeño barrio de Alefkandra, invadido casi por el impecable azul de las aguas profundas del mar circundante.  Me asomé a los brillantes balcones floridos de trinitarias, di la vuelta a los cuatro antiguos molinos que enfrentaban el viento aún en su inmovilidad, metí mi cabeza por las ventanas de una o dos de las diminutas iglesias de cúpulas coloreadas y entré a los comercios.  En todos lados pregunté por Pedro.

En la última tienda de artesanías, luego de conquistar la simpatía de la dependienta con la adquisición de una pulsera de plata y caucho, me dieron la clave de su paradero; no sin antes advertirme:  «It»s not easy.  He is a celebrity, you know».  Pero encontrar esa celebridad fue fácil, una vez localizado el lugar correcto.  Hacia allá caminé.  Hacia donde podía aspirarse la sal marina al ritmo de la vida local.

En el embarcadero, entre los pescadores que recogían sus aparejos y las numerosas barcas pesqueras de vivos colores, entre incontables patos y palomas que pescaban trozos de pan en cacharros de agua dulce cuidadosamente dispuestos, entre turistas y parroquianos confundidos en una babel de palabras, estaba Pedro.  Paseaba en la arena, junto a un viejo muelle de cemento que entraba en el agua transparente de la playa Perrí, donde una pareja joven se acariciaba, susurrándose incesantemente «sagapo poli».

Me acerqué a él, feliz de encontrarlo.  Pero empezó a caminar entre la gente que lo seguía, con aires de estar disfrutando las expresiones de admiración que le eran lanzadas.  Casi altanero, a Pedro yo también lo seguí, bastante cerca de él, desde la orilla del mar hasta la pintoresca taberna por donde atravesó con paso orgulloso.  Lo seguí por la arena y entre los bares, tratando de tocarlo, hasta que se internó en la callecita empedrada de las dulcerías.  Allí se me perdió, entre la multitud que, igual que yo, pretendía al menos fotografiarlo.

Me ubiqué entonces en uno de los bares junto al mar a esperar la noche, preguntándome dónde iría Pedro a descansar.  Pedí un Ouzo con hielo, que tomé demasiado rápido, y luego un par de copas de un suave vino blanco griego.  Encendí un Karelia Blue justo cuando empezaba a ocultarse el sol. Entre el humo del cigarrillo y los colores nostálgicos de un atardecer que nunca había visto, pensé que el invierno estaba por llegar, y me entristecí por Pedro.  ¿Quién cuidaría de él?

Llegó la noche y con ella, el momento inevitable de partir.  Sin ganas, terminé mi copa y me despedí en silencio de Pedro.  Me dolió la certeza de que nunca volvería a verlo otra vez.

Petrus, el grandioso pelícano de Mykonos, se quedó en mi recuerdo. Su foto adorna hoy el fondo de pantalla de mi computadora. Y me siento aliviada de saber que, a pesar del clima de su hábitat, ahora probablemente frío, Petrus el pelícano tiene el privilegio de vivir tranquilo en Mykonos, la más bella de las Cicladas del mar Egeo.

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